n momentos en que se agrava la crisis política en Siria, ayer el secretario general de la Organización de Naciones Unidas, el sudcoreano Ban Ki-moon, se dirigió desde Beirut al presidente de Siria, Bashar Assad, para exigirle que ponga fin a la violencia y deje de matar a sus compatriotas; la represión no conduce a ninguna parte
. Tales palabras, lejos de contribuir a una solución de la circunstancia violenta en ese país árabe, la agravan, pues constituyen una abierta toma de partido del lado de las presiones occidentales para propiciar un cambio de régimen en Damasco y socavan la autoridad moral del principal organismo multilateral del planeta.
Independientemente de la génesis y el desarrollo de las confrontaciones entre el gobierno del partido Baaz y la oposición siria, es claro que ésta ha dado lugar a una intromisión cada vez más abierta y descarada en los asuntos internos de Siria, y que Wa-shington y Bruselas están a la espera de un pretexto, así sea endeble e inverosímil, para emprender allí una incursión militar semejante a la que organizaron en Libia, a fin de imponer autoridades dóciles.
Se trata de un juego peligroso y de perspectivas necesariamente inciertas, como ya deberían haber aprendido los gobiernos occidentales de las experiencias iraquí, egipcia y libia, por cuanto la destrucción de los regímenes autoritarios, pero seculares, en esos países, ha dado impulso a grupos fundamentalistas que a la larga resultarán ser mucho más antioccidentales que las autoridades depuestas.
Por otra parte, la hipocresía y la doble moral del intervencionismo en curso contra Siria resultan patentes. “Debemos borrar (…) la idea peligrosa de que la seguridad es de alguna manera más importante que los derechos humanos” es una frase que el secretario general de la ONU habría debido dirigir antes a Washington que a Damasco.
Resulta hasta irónico que el emir de Qatar, representante de una de las satrapías petroleras del golfo Pérsico, promueva ahora la idea de enviar tropas a Siria; si hubiera coherencia en su propuesta tendría que enviarlas también al vecino Bahrein, donde las revueltas populares y la represión de ellas por la monarquía local ha generado una manifiesta ingobernabilidad. La diferencia principal entre Bahrein y Siria es que el primero es base de la Quinta Flota estadunidense y que Occidente, en vez de alentar y azuzar las protestas –como ha hecho en Damasco–, ha respaldado al régimen del rey Hamad.
Desde luego, la creciente violencia que enfrenta al régimen de Assad y diversas organizaciones opositoras es preocupante e indeseable; la situación parece desembocar en una guerra civil incontrolable. Pero una parte significativa de la responsabilidad por esa perspectiva recae en la abierta injerencia de Estados Unidos y Europa occidental, obsesionados por construir en Medio Oriente un escenario en el que el Estado israelí pueda actuar sin ningún contrapeso. Por si no fuera suficiente con la inestabilidad siria, tal injerencia agrega un factor de desestabilización regional al cual contribuye ahora, de manera lamentable, el secretario general de la ONU.