n el contexto de la inauguración de un hospital en Querétaro, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, sostuvo que los sistemas penitenciarios en algunas entidades de la República, en Tamaulipas y Nuevo León
, están en crisis. Por su parte, el titular de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Poiré, en un intento por deslindar al gobierno federal de episodios como el ocurrido en el penal de Apodaca, Nuevo León –donde el fin de semana se produjo una masacre y una fuga masiva de internos–, sostuvo que en las cárceles bajo control de la Federación no se ha registrado ningún incidente
. Mientras tanto, en el referido centro penitenciario se suscitaron ayer más disturbios, conatos de incendio, peleas entre internos y riñas entre familiares y fuerzas estatales, a pesar de que las autoridades afirmaban tener todo bajo control desde el domingo pasado, y no obstante la destitución de los mandos y custodios de ese penal.
Nadie puede negar, a la luz de la evidencia disponible, el nivel de descomposición y descontrol a que han llegado las cárceles de Nuevo León, y otro tanto puede decirse de las de Tamaulipas, donde se han registrado al menos cinco episodios de violencia en el último lustro, con saldos de decenas de muertos. Sin embargo, pretender reducir la crisis
del sistema penitenciario en el país a esas dos entidades constituye un despropósito: desde 2006, cuando empezó el actual gobierno, tragedias similares a las referidas han sucedido también en penales de Baja California, Chihuahua, Guerrero y Durango. Significativamente, y a contrapelo de lo sostenido por Poiré, una riña en el penal de Guadalupe Victoria, Durango, el cual opera bajo control federal desde septiembre de 2010, arrojó ayer un saldo de al menos una persona herida.
Así pues, por conveniente que resulte en términos electorales y de golpeteo político circunscribir el problema de la anarquía y la descomposición carcelarias a los ámbitos estatales –particularmente en entidades gobernadas por priístas, como Nuevo León y Tamaulipas–, lo cierto es que la situación que impera en las cárceles del país pone en perspectiva una crisis generalizada de las instituciones de procuración e impartición de justicia que abarca los tres niveles de gobierno; una pérdida del sentido de reinserción social que está contenido en las leyes, y un deterioro abrumador en las capacidades del Estado, el cual, en tanto titular del monopolio de la fuerza y la violencia legítimas, tendría que hacer prevalecer el orden y la seguridad pública en todos los ámbitos, particularmente en las prisiones.
Por otra parte, los alegatos autoexculpatorios en lo que se refiere a la crisis de la administración carcelaria en México confirman la tendencia exhibida por el gobierno federal a repartir entre sus interlocutores y antecesores la responsabilidad por el actual paroxismo de violencia, por la inseguridad, por el descontrol que impera en franjas del territorio, por la corrupción que se ha larvado en oficinas públicas y por el deterioro institucional que aqueja al país.
Pero si en principio es correcto que los tres poderes de la Unión y los tres niveles de gobierno tienen un grado de responsabilidad en la configuración de esos flagelos, la catastrófica circunstancia actual es atribuible, en buena medida, a acciones u omisiones cometidas por la administración federal en turno: en el orden preventivo, el gobierno calderonista ha optado por la perpetuación de un modelo económico que desemboca, en forma irremediable, en una obscena concentración de la riqueza, la generación de millones de pobres y desempleados, en la profundización y generalización de la corrupción, y, en suma, en estallidos de violencia y desintegración y descomposición institucionales. En lo táctico, la actual administración optó por enfrentar a la creciente delincuencia mediante una política de seguridad que, en el mejor de los casos, está dirigida únicamente a los síntomas y no a las causas, que ha generado resultados contrarios a los esperados –como queda de manifiesto con el elevado número de víctimas mortales en el último lustro– y que ha implicado, para colmo, algo muy parecido a la abdicación de la soberanía nacional frente a un gobierno extranjero.
La brutalidad intrínseca de los hechos de violencia que ocurren en las cárceles y fuera de ellas se ve multiplicada, en la hora presente, por la tendencia oficial al autoelogio y a la fuga de la realidad. Pronunciamientos como los de ayer confirman la perspectiva descorazonadora de una ciudadanía condenada a vivir, por lo menos de aquí al próximo 30 de noviembre, a merced del descontrol, el desgobierno y la zozobra.