dos meses de la sucesión en el régimen de Corea del Norte, tras la muerte de Kim Jong II y el arribo de su hijo Kim Jong Un, el gobierno de Pyongyang anunció ayer la suspensión temporal de los ensayos nucleares, los lanzamientos de misiles de largo alcance y el enriquecimiento de uranio en el complejo atómico de Yongbyon. Tras el anuncio, el Departamento de Estado en Washington calificó la medida de modesto primer paso en la dirección correcta
y anunció el envío de 240 mil toneladas de alimento a Corea del Norte, mismos que podrían llegar a ese país a la par de los representantes de la Organización Internacional de la Energía Atómica, la cual se encargará de supervisar el cumplimiento de la moratoria.
Según puede verse, el contexto en que se produce esta medida es el de una extendida hambruna en Corea del Norte, como resultado de la política de aislamiento y cerrazón que ha caracterizado a la dinastía de los Kim, pero también del bloqueo emprendido por la vecina Corea del Sur y por sus aliados occidentales, Estados Unidos a la cabeza. Tras el embargo económico impuesto por Occidente a Pyongyang en la década de los 80, en respuesta a su programa nuclear, sólo los gobiernos de Seúl y de Pekín continuaron las exportaciones de alimentos a territorio norcoreano. No obstante, ante el incremento de las tensiones diplomáticas entre los dos países que comparten la península de Corea, Seúl se unió al bloqueo en 2008, y la población norcoreana quedó a merced de una cruda crisis alimentaria.
Así pues, si bien el cese temporal de las pruebas nucleares norcoreanas es en sí mismo una buena noticia –por cuanto implica la suspensión de uno de los principales focos de tensión geopolítica del planeta y genera expectativas de acercamientos en otros terrenos, como el comercial y el diplomático–, es de lamentar que la decisión haya sido consecuencia de una acción de hostilidad multinacional contra Pyongyang y no de una salida negociada al viejo conflicto que enfrenta a ese gobierno con su vecino del sur.
La moratoria anunciada ayer parece, por lo demás, un arreglo muy frágil a la luz del largo historial de agresiones e injerencias extranjeras en la península del sudeste asiático, historial que coloca a Seúl y Pyongyang en amenaza de guerra permanente desde hace seis décadas: a finales de la Segunda Guerra Mundial, la península de Corea fue intervenida por las fuerzas estadunidenses y soviéticas que buscaban el fin de más de tres décadas de ocupación japonesa, y quedó dividida poco después, en 1948, en dos estados que reclamaban soberanía sobre la totalidad del territorio. Dos años más tarde estalló una guerra entre ambas partes y el territorio coreano fue empleado como tablero geopolítico por los dos bloques que en ese momento se disputaban el orden mundial: Washington se involucró directamente en la contienda en favor de Seúl, mientras Moscú y Pekín respaldaron política, económica y militarmente a Pyongyang.
Tras un trienio de confrontación que arrojó un saldo total de más de 3 millones de muertos en ambos bandos, éstos firmaron un armisticio que dejó irresuelto el tema de la reunificación del país y de la paz misma, y que representa una de las marcas más visibles y anacrónicas del intervencionismo estadunidense en Asia.
Por otro lado, si bien es cierto que el intento de cualquier gobierno por hacerse de armas atómicas es indeseable y peligroso para la paz y la seguridad de la región y del mundo, el programa nuclear norcoreano representa una respuesta coherente y hasta lógica ante al cerco histórico impuesto por Occidente, a la aplicación de la doctrina de la guerra preventiva por Estados Unidos en Afganistán e Irak –episodios que han alimentado la vocación armamentista de Pyongyang, así sea para contar con elementos disuasivos ante posibles agresiones–, y al respaldo desembozado de Washington al régimen de Seúl.
La intromisión estadunidense en la región y su hostilidad hacia el gobierno norcoreano ha sido históricamente un componente principal de tensión regional y un obstáculo fundamental para la paz entre las dos naciones. Ahora, cuando Pyongyang manifiesta un gesto de distensión hacia Seúl y hacia Occidente, y frente a la responsabilidad histórica de la superpotencia en la configuración del conflicto coreano, lo menos que puede esperarse es que ésta muestren prudencia y sensatez diplomática, y que aproveche la circunstancia para impulsar, de una vez por todas, un proceso de negociación que conduzca a la firma de un acuerdo de paz. De lo contrario, no habrá estabilidad sostenida y duradera en esa región.