uchas son las dudas y muy pocas las explicaciones en torno al incremento de casi 146 por ciento en la aportación de México al Fondo Monetario Internacional (FMI) –con lo que el monto total que el país da al organismo ascenderá a alrededor de 14 mil millones de dólares–, solicitado por el Ejecutivo federal el pasado 15 de diciembre y avalado ayer, en una accidentada sesión en el Senado de la República.
En lo coyuntural, tanto la solicitud del Ejecutivo como la luz verde legislativa otorgada ayer resultan desconcertantes, pues ocurren con el telón de fondo del recrudecimiento de la crisis económica en la Unión Europea y de la resistencia de países como Alemania y Estados Unidos a incrementar sus respectivas aportaciones al FMI en la medida en que no se corrijan los desequilibrios en la llamada eurozona. Esa consideración, formulada en voz de naciones desarrolladas, tendría que bastar para que los gobiernos de países pobres, como el nuestro, actuaran con mesura en el manejo de sus respectivos recursos, y que privilegiaran el uso de éstos para la prevención de una eventual crisis en sus respectivos países.
Pero más allá del momento en que se produce, la decisión referida expresa, en grado preocupante, una recurrente falta de claridad del grupo gobernante para ordenar las prioridades, y una consecuente incapacidad para organizar el uso de los recursos públicos en correspondencia con las necesidades del país. La entrega de 175 mil millones de pesos al FMI –monto que equivale al presupuesto destinado este año a las secretarías de Desarrollo Social, de la Defensa Nacional y de Seguridad Pública– constituye una frivolidad, por decir lo menos, en un país recorrido por rezagos sociales inveterados y urgido de recursos para la reducción de la enorme brecha de la desigualdad, para la generación de empleos, la reactivación de la economía interna y el restablecimiento de los desaparecidos mecanismos de bienestar.
Por lo demás, parece un exceso de candidez la afirmación de que con el aumento en las aportaciones al FMI crecerá la capacidad de influencia y el poder de voto de nuestro país en ese organismo. La evidencia histórica muestra que tanto el Banco Mundial como el propio FMI han sido y son objeto de un control antidemocrático y excluyente ejercido por Estados Unidos y por Europa occidental, respectivamente, el cual se traduce en un alineamiento de ambas instituciones con los intereses y las necesidades de las naciones industrializadas de Occidente, en detrimento de los requerimientos de desarrollo de los países pobres y de las economías emergentes.
En suma, el incremento en el dinero entregado por un país como el nuestro a un organismo como el FMI –cuyas directrices han sido las causantes de catástrofes económicas, sociales y políticas en distintos puntos del planeta, particularmente en América Latina– parece explicarse sólo como ejemplo de una tendencia a gobernar de espaldas a la realidad, a manejar los recursos públicos al margen de las necesidades reales y a inventar renglones supuestamente prioritarios que resultan falsos, o bien como una muestra de sumisión de las autoridades nacionales a los intereses políticos y económicos que están detrás de las instituciones financieras internacionales.