l aniversario de hoy es excelente para reflexionar sobre nuestra vida cotidiana. Y pensar en el diseño de un futuro mejor. Se trata –ante todo– de una tarea social. No sólo estatal. Menos aún sólo gubernamental. Los organismos de Estado y de gobierno, en todo caso, deben cooperar y apoyar para que la sociedad imagine, delinie, diseñe, proponga, sueñe y decida cómo quiere o anhela vivir su cotidianidad. Próxima y lejana. Y, una vez hecho esto, desarrolle, despliegue, impulse, implante e instaure sus determinaciones.
Siempre en el marco de un ejercicio continuo de revisión y evaluación de sus determinaciones y las acciones que las concretan. El apoyo y sustento de organismos sociales, centros de investigación, escuelas, institutos, universidades y especialistas es fundamental. Imprescindible. Pero la decisión es y debe ser social. Es parte de la auténtica democracia. Trasciende el juego electoral, imprescindible sin duda, pero hoy tan viciado y limitado.
Si en todos los ámbitos esta preeminencia social es obligada, en el de la satisfacción de las necesidades de energía, lo es aún más. ¿Por qué? Porque sólo la decisión y la conducta consecuentes, plasmadas en hábitos sociales renovados, serán capaces de enfrentar el reto de lo que hoy se denomina un mundo con energía y sin contaminación, con uso eficiente de energía que enfrenta severas limitaciones. No sólo por la creciente emisión de CO2. Básicamente por el carácter no renovable y exhaustible de los recursos que soportan lo medular del patrón energético mundial. Sí, la satisfacción cotidiana de requerimientos de energía útil, de energía para mover personas y bienes, iluminar, refrigerar y conservar alimentos, acondicionar ambiente en viviendas y edificios, lograr buena calefacción, disponer y manejar aguas potables y negras, y generar calor de procesos, entre otros usos fundamentales que requiere nuestra vida y quehacer cotidianos, así lo exige.
Más todavía cuando la mayor parte de la satisfacción de esos requerimientos se resuelva –como en el caso del transporte– de forma colectiva, a pesar del depredador perfil individualista de la matriz del transporte en todo el mundo. Por eso, cuando enfrentamos la necesidad –incluso urgencia– de revisar, diseñar e instaurar lineamientos para desplegar un ejercicio social eficiente de satisfacción de nuestras necesidades cotidianas de energía, no podemos menos que pensar en tres hechos regresivos que hoy caracterizan el patrón energético en todo el mundo. La excesiva pero hoy todavía ineludible concentración en petróleo, gas natural y carbón.
La similarmente excesiva concentración de la energía utilizada en la satisfacción de los requerimientos del transporte, merced al tipo de mecanismos e instrumentos con los que –todavía hoy y parece que durante un buen tiempo– se accede a esa satisfacción. Y finalmente, para sólo mencionar uno más, el elevado efecto contaminante que representan esos dos hechos. Recordemos que con un consumo de petróleo que muy pronto alcanzará los 100 millones de barriles al día, se resuelve la tercera parte de los requerimientos mundiales de energía. Al sumar los 60 millones de barriles de petróleo equivalentes que representa el consumo del gas natural –similarmente exhaustible– alcanzamos 60 por ciento de esos requerimientos. Y al agregar los 70 millones de barriles equivalentes de petróleo que representan el consumo de carbón, llegamos al dramático 87 por ciento de satisfacción energética mundial con recursos no renovables, a más de altamente contaminantes.
También recordemos hoy –en el aniversario de la expropiación petrolera– la altísima concentración de la energía en el transporte. Sí, concentra casi la tercera parte de la energía final. Poco más de 60 por ciento del petróleo consumido, con el que resuelven 94 por ciento de sus necesidades. ¿Consecuencia de estos dos hechos? Sí, la concentración en hidrocarburos y carbón, y enorme peso del individualista y dispendioso sector transporte, hemos llegado a emitir ya casi 40 mil millones de toneladas de CO2 (número construido con base en el contenido de carbono de los diversos combustibles y el volumen de cada uno que se consume en el mundo).
Buena parte de esas emisiones proviene del propio consumo del sector energético (por la transformación) mayoritariamente para soportar las necesidades del transporte. A nivel sectorial esas emisiones provienen del consumo de carbón (más de 40 por ciento) y de petróleo (casi 40 por ciento). El consumo de gas explica poco menos de 20 por ciento.
En consecuencia, los dos sectores con mayor participación en las emisiones de CO2 en el mundo son el industrial, que consume 80 por ciento del carbón y el del transporte, que consume más de 60 por ciento del petróleo. No podemos olvidarlo. Ni siquiera menospreciarlo. El diseño de un futuro energético mejor lo exige. Es un buen marco para reflexionar sobre la expropiación petrolera.
¿Cree usted que esa tendencia privatizadora que han impulsado los gobiernos de México desde hace no menos de cuatro sexenios (Calderón, Fox, Zedillo y Salinas) es correcta frente a estos grandes problemas del perfil energético mundial? ¿Cree usted que con convenios como el de explotación de yacimientos transfronterizos, y leyes como las de la asociación de los sectores público y privado, y programas como el impulso eólico en manos extranjeras, se fortalece la nación mexicana para enfrentar los retos de la concentración en recursos no renovables, el transporte individualista y dispendioso, y la altísima contaminación?
Yo no sólo no lo creo, sino que estoy seguro de que no. La especulación y el rentismo en el que ha caído el mundo de los energéticos los últimos años, me lo confirma. La presencia de especuladores y rentistas en México –dentro y fuera del gobierno– también. Hoy, 18 de marzo es día de señalarlo. De veras.