mpiezo con un preludio.
Esta semana cerró la exposición de arte mexicano en el Museo de Arte Moderno de París. No pude asistir, pero vi un reportaje en CNN, guiado por un crítico británico de origen asiático, vestido de negro (no faltaba más), con pelo engominado en picos, como betún de pastel de Sanborns, pero dark. La exposición tenía alguna que otra pieza que me gustó, pero la tónica general venía marcada desde la entrada, donde se presentaba un tablón balaceado, rebosando de guiños históricos, con la cifra de $50,000, como dando el Bienvenue au Mexique!
El crítico se deslizaba entre las piezas como un cisne punk, explicando uno u otro aspecto de la gruesez nacional.
Había, por ejemplo, una pieza formada con una cadena y engranes que hacía la figura del territorio nacional, sólo que el sur iba arriba y el norte abajo, de modo que al girar la cadena chorreaba grasa negra, que representaba el petróleo, en dirección a Estados Unidos. Como el flujo era por chorreo, el petróleo
hacía el efecto de lágrimas negras, vertidas por México en beneficio de Estados Unidos. Muy heavy.
El problema que vi a la mayoría de las obras que mostraba el crítico de CNN es que buen número de artistas pretenden que porque la realidad que trasponen al museo es grave, su obra también lo es.
Pongo un ejemplo histórico para explicarme mejor. La frase Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos
se le atribuye a Porfirio Díaz. Es una fórmula genial, desde luego. No vi nada así de memorable en mi visita guiada al museo de París. Pero con todo y lo genial, vale recordar que cuando Díaz dijo eso seguramente estaría sentado en el Castillo de Chapultepec, desayunando con unos finos amigos. Porfirio habrá pedido unos chilaquiles –rojos, por favor, picositos, poca crema, con un huevo estrellado encima– para luego suspirar: “Pobre México…”, etcétera. El diagnóstico genial servía muy bien para justificar su propia situación.
De manera parecida (aunque mucho menos grave, claro), el artista esconde su propia flaqueza tras la gravedad de lo que representa. ¿Es grave que en México haya decenas de miles de muertos por la guerra del narcotráfico? Sin duda. Es justamente el respeto a esa gravedad lo que hace que el público francés trate con solemnidad una obra que no siempre la merece.
Hay, además, otro problema, que es que muchas de las piezas son instalaciones muy sesudas que, al final, emiten mensajes bastante rudimentarios. Pareciera que México por fin cerró el círculo que inició en los años ochenta, cuando, a punto de saturarlo todo, las ciencias sociales se habían desgastado. El público estaba harto de manuales de economía política y se volcó a la literatura, a la narrativa (incluida la historia) y al arte. Atentos a la demanda, un buen número de sociólogos empezaron a escribir malas novelas. Ahora se volteó la tortilla: los artistas parecen envidiar a los académicos y están haciendo filosofía de cuarta. En una de esas es una venganza.
Esta reflexión me parece oportuna para poder discutir un ejemplo de otra clase de abordaje artístico a un tema sociológica y filosóficamente serio, pero que sí logra un efecto genuino de apertura y descubrimiento. Se trata de la obra del australiano Jon Rose y la estadunidense Hollis Taylor, en su proyecto sobre bardas.
Jon es un virtuoso del violín. Cuando lo vi tocar me hizo recordar a Jimi Hendrix. Jon no sólo toca el violín, poco falta para que se lo coma. Hollis, por su parte, es, además de concertista, una experta única en la música de los pájaros. Entre los dos están inventando una nueva música fronteriza.
Empezaron en Australia, que es el continente con más alambres de púas del mundo. Biológicamente, Australia se desarrolló separada de los demás continentes, por lo que tiene una fauna y flora nativa peculiar. Cuando los ingleses comenzaron a colonizar el territorio, se sobrevinieron los problemas ambientales, uno tras otro. Las respuestas a esos problemas han sido, con frecuencia, la erección de bardas y más bardas, para impedir el paso a perros, conejos y otros bichos.
El dingo fence –construido para separar al perro nativo (el dingo) de las ovejas de los colonos– es el alambrado más largo del mundo. Con más de 5 mil 600 kilómetros, casi iguala las murallas que los chinos construyeron para separarse de los bárbaros.
Jon se percató de que los alambrados podían ser transformados en instrumentos de cuerda, y tocados con arco, como el violín, y empezó con Hollis a tocar bardas por cientos de kilómetros del desierto australiano. Jon y Hollis se han dedicado también a explorar otras clases de fronteras, como las que los humanos usan para separarse unos de otros. Han hecho música con las bardas que separan a México de Estados Unidos, Finlandia y Rusia, Israel y Palestina, y trataron de meterse en la mal llamada zona desmilitarizada
entre las dos Coreas.
Su música –gemido bizarro del jurásico, percusión tronante de la mecánica– evoca la naturaleza y la industria, y consigue acercarnos, maravillados, a aquello que nos separa.