l pasado fin de semana Jalisco se vio afectado por decenas de bloqueos viales con incendios de vehículos realizados en forma violenta por organizaciones delictivas que operan en la entidad, mientras en otros puntos del territorio nacional las confrontaciones armadas cobraron su cuota habitual de docenas de muertes. Tales hechos obligan a recordar que, ante la manifiesta incapacidad de las fuerzas del orden de los tres niveles, el estado de derecho se ve reducido a ficción y a buenos propósitos y que, a contrapelo del discurso oficial, y pese a los incesantes operativos y desplazamientos de efectivos policiales y militares, importantes sectores de la población están a merced de las acciones de los grupos criminales y que éstos ejercen, en el estado occidental y en otras zonas, un alarmante poder de facto.
Por más que el proceso electoral de este año –que aún no culmina formalmente– y el surgimiento de movimientos sociales contestatarios atraigan el interés de la opinión pública y resten atención a las confrontaciones violentas que tienen lugar en el país, la descomposición institucional –como la que se puso en evidencia en el incidente ocurrido hace unos días en Tres Marías, donde efectivos de la Policía Federal balearon e hirieron a elementos de la Marina y a entrenadores estadunidenses– y el creciente poderío del crimen organizado ponen un acento de irrealidad a los sucesos que tienen lugar en el ámbito de la formalidad política. El hecho es que la actual administración entregará a su sucesora un país parcialmente destruido, carcomido por la inoperancia de las instituciones, gravemente lesionado en su tejido social y abandonado en lo económico a las expresiones más brutales y descarnadas del libre mercado.
Dos de ellas pueden verse en los procesos especulativos desatados en torno al huevo, que han dado por resultado el encarecimiento intolerable de ese producto de consumo básico en el mercado y en la salida masiva de capitales del país en meses recientes, explicable, aunque no justificable, por el clima de incertidumbre que el propio poder público ha generado con sus acciones equívocas y sus omisiones, tanto en el ámbito político como en el económico.
Después de casi seis años de una violencia inducida –en forma involuntaria o deliberada– por la equívoca estrategia oficial de seguridad pública y combate a la delincuencia, tras la continuada aplicación de un modelo económico devastador, concentrador de la riqueza y multiplicador de la pobreza, y con márgenes de acción gubernamental estrechados por la entrega de potestades soberanas del país a factores extranjeros y a los grupos fácticos empresariales, es claro que el país requiere un proceso de reconstrucción nacional y que éste, a su vez, tendría que concitar el respaldo y la participación de todas las fuerzas políticas y sociales de la nación.
Por desgracia, tal participación no parece posible, al menos en lo inmediato, debido a la fractura política provocada, o renovada, por un proceso de relevo de autoridades que no cumplió con su propósito inherente, que era precisamente legitimar un proyecto nacional, fuera el que fuera, en comicios libres y transparentes.
Por lo que hace a la seguridad, es indudable la urgencia de un golpe de timón. No parece haber, sin embargo, las condiciones necesarias para que pueda diseñarse una estrategia alternativa capaz de recuperar la paz pública, someter a los grupos delictivos, remontar la descomposición de las instituciones y restablecer el estado de derecho en la totalidad del territorio. Cabe preguntarse, por lo demás, cómo aplicar en las actuales circunstancias el principio democrático de rendición de cuentas que debería ofrecer la administración saliente por este desastroso panorama.