iles de ciudadanos y el país en su conjunto han sufrido los resultados de una terrible confusión por parte de su gobierno: creer que los soldados son útiles como policías. Una manifestación más de cuál es el grave nivel de ignorancia de Calderón sobre la naturaleza de las fuerzas armadas, desde el elemental nivel del conocimiento conceptual hasta el no saberlas operar, ha sido su guerra. Pinochet produjo 40 mil muertes, Calderón ya va por el doble. La conclusión, según él y ahora parece que de Enrique Peña, es que sirven para todo aquello para lo que no existan fuerzas orgánicamente destinadas a ello o sean incompetentes.
Lo discordante de ambos conceptos profesionales no es una deficiencia de las tropas, sino la diferencia total con las policías. Ese es el quid. Pareciéndose en lo externo, son totalmente distintas. En un país civilizado, y en este sentido no lo somos, ambas funciones son profesionales y en ese mismo grado exclusivas e inconfundibles.
En ese teórico país civilizado, y nosotros quisiéramos serlo, las exigencias en la selección, adoctrinamiento formativo y entrenamiento para operar son radicalmente distintas. Al soldado se le motiva para buscar, detectar y exterminar a un enemigo; así se le adiestra y eso se le exige. Además le va la vida de por medio.
En aquel teórico país que quisiéramos imitar, al policía se le mete hasta el tuétano que es un servidor público, que es el custodio de la sociedad y de sus bienes, que existe sólo para protegerla, que sus divisas son la legalidad y la eficiencia. Dentro de su adiestramiento está una fuerte carga sobre la legislación que debe defender y a la que debe someterse. Se le somete a toda una carga de teorías y ejercicios para fortalecer el control de sus impulsos y así no ejercitar la violencia como primera respuesta; sólo la debe ejercer como última razón y en la menor medida, aun en defensa propia.
Los agresores de San Salvador Atenco actuaron al contrario. Violentísimos, operaron según los adiestraron: para eso estaban hechos, para acabar con el enemigo
. No eran policías, eran militares de la Tercera Brigada de Policía Militar, que en ese tiempo, gracias a la misma confusión, actuaban como policías federales. Está claro, la confusión subsiste. ¿Queremos más de esto mismo? Y ahora Peña, ¿irá por igual camino?, ¿cree él que los soldados son templados? Si así es, esperemos iguales resultados.
Por otro lado, y queriendo conceder un mínimo, ¿cuál es el proyecto, en qué consistiría, quién y con qué calificaciones lo está formulando? En algunos países una fuerza de policía militar, genéricamente llamada gendarmería, sirve para prevenir el crimen nacional, sea federal o como se denomine, es también complemento de la policía civil local, que en nuestro caso tácitamente no existe.
Para esas tareas, tales fuerzas están bajo el control civil y funcionan de la misma forma que las de seguridad ordinaria, sujetas a las leyes de éstas, lo que en el ideal de Peña preocupantemente no se contempla. Los militares legalmente seguirán siendo militares. Él lo entiende al revés, poniendo principios constitucionales en serio aprieto. A manera de ejemplo, la Gendarmería francesa es jurídicamente inatacable; se deriva de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y forma parte de su Constitución, en su artículo 12.
Sería de esperarse que, apartándose de ese mal que se llama obsecuencia, hoy sus asesores le hicieran ver el equívoco y le plantearan un proyecto visionario, como lo merece y necesita el país. Visionario para que resolviera un problema crónico, visionario para que lo hiciera con altura de miras políticas y sociales. Visionario político, por honesto, por responsable y decente al respetar cánones del derecho. De otro modo vamos de nuevo a la improvisación, de nuevo a una simulación con tal que dure seis años. De nuevo al ejercicio rupestre, el de la visión aldeana y malévola.
México está ya mareado por esas formas minúsculas de ver las cosas. ¡Señor Peña, no se deje engañar. Le haría un daño enorme al país!