a decisión de conceder el Premio Nobel de la Paz 2012 a la Unión Europea (UE) –por sus logros para el avance de la paz y la reconciliación
en el viejo continente– ha generado en amplios sectores de la opinión pública mundial reacciones de azoro y contrariedad semejantes a las que generó en su momento el otorgamiento de esa presea a Barack Obama, en 2009.
Tales reacciones lucen, en el momento presente, justificadas. Nadie puede negar que en las pasadas seis décadas, en medio de los esfuerzos por lograr la integración multinacional en Europa, esa región del mundo ha alcanzado un clima de paz relativa, en la que dos de sus miembros más poderosos –Francia y Alemania– han superado el encono histórico que los llevó a protagonizar dos guerras mundiales en el siglo XX. Pero esa realidad, por valiosa que sea, contrasta con aspectos de la proyección internacional de la UE que desacreditan su contribución a la paz, la democracia y los derechos humanos
, argumentada por el comité del Nobel.
Durante la primera década de este siglo y lo que va de la actual, la comunidad con sede en Bruselas se ha desempeñado como aliada principal del belicismo y el colonialismo de Washington en el mundo: es pertinente recordar la participación de varios de sus miembros en la invasión a Afganistán, en 2003; en la intervención occidental en Libia, que derivó en el derrocamiento y asesinato de Muamar Kadafi, y en las maniobras de desestabilización en Siria, en donde han brindado apoyo a los grupos opositores a Bashar Assad. No menos cuestionable ha sido el reconocimiento brindado a la independencia unilateral de Kosovo, en 2008, situación que alentó la mayor crisis entre Occidente y Rusia desde el fin de la guerra fría, así como su reciente hostilidad hacia el régimen iraní, posturas que han alimentado la tensión y la incertidumbre en el escenario internacional.
Por otra parte, el avance en la integración política y económica en el viejo continente, alabado por el comité noruego, ha tenido como correlato un recrudecimiento de las acciones gubernamentales de persecución, discriminación y segregación de los migrantes no europeos –particularmente los latinoamericanos, africanos y asiáticos–, y una consecuente multiplicación de las violaciones a sus garantías individuales por parte de los regímenes integrantes de la UE. Tal circunstancia contradice los supuestos aportes realizados por ese conglomerado a la defensa de los derechos humanos en las naciones que la integran.
Pero acaso el principal foco de cuestionamiento al galardón anunciado ayer es que éste se produce en un momento en que, desde la cúspide del poder político y económico de esa comunidad multinacional, se ha decidido que la mejor manera de hacer frente a la crisis económica que aqueja a varias economías del viejo continente es mediante políticas de austeridad que multiplican el sacrificio humano, la devastación social y económica y que generan descontento, ingobernabilidad y desestabilización social.
Acaso el indicador más contundente del descrédito y la pérdida de legitimidad que enfrenta hoy la UE entre sus habitantes es que, mientras que la mayoría de los líderes europeos se felicitaron ayer por el Nobel de la Paz obtenido, para muchos de los ciudadanos de los países en problemas el galardón representa un reconocimiento anticlimático e improcedente, en el mejor de los casos, y un factor adicional de indignación y agravio, en el peor.