ntre los temas preocupantes del 2012 destaca por su fragilidad el referido a la educación para la ciudadanía. Y no es que la educación de la llamada clase política sea la más consistente –ya se conoce el nivel intelectual de quienes participaron en las elecciones– sino que las insuficiencias de toda una sociedad en términos de formación para la convivencia democrática constituyen un tema crítico para nuestro país.
Pese a la participación social en las elecciones, más de 50 millones de votos que superaron el 63 por ciento del padrón, lo real es que una vez concluida la jornada y salvo voces como la del #YoSoy132 o la de algunos intelectuales, la discusión sobre los temas que nos vinculan como colectividad política, ha sido nuevamente hegemonizada por la clase gobernante, por los partidos y por los medios de comunicación. En tal sentido, la presencia política de la ciudadanía en México sigue siendo exigua y preocupante, pues no obstante que el proceso comicial es un momento clave de la democracia, de ninguna manera la sustituye.
En breve, aunque la condición de ciudadano se adquiere en nuestro país al llegar a los 18 años de edad, su ejercicio pleno no llega de manera automática. La ciudadanía supone una educación formal en materia de los derechos y responsabilidades que nos articulan en tanto comunidad política y, lo más importante, supone su ejercicio continuado en los diversos ambientes institucionales y sociales. Muy lejos de este planteamiento, la historia nacional arroja un profundo déficit en esa materia, pues tanto los setenta años del régimen de partido de Estado, como los doce años de alternancia partidista, se extendieron al amparo de una formación y una praxis muy distantes de las prerrogativas de los ciudadanos y de su papel soberano. Así, aunque la Constitución Política prescribe que la soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo y que todo poder público dimana del pueblo (artículo 39), y que la educación tiene un carácter obligatorio y democrático (artículo 3º), lo cierto es que en términos fácticos, las facultades soberanas de los mexicanos se ven mermadas por su insuficiente educación formal –el promedio nacional apenas rebasa los ocho años de escolaridad– y por las insalvables asimetrías de su formación política.
Si bien los programas educativos oficiales y las instancias electorales de carácter federal y local han incluido contenidos de educación cívica, en la mayoría de ellos ha predominado una visión parcial y reducida a lo electoral. En México ha imperado un desfase entre el mandato constitucional y una realidad en la cual el ciudadano, protagonista principal de la vida democrática, ha sido ceñido a su papel de votante. Por todo ello, resulta casi una obviedad señalar que la edificación de un verdadero sistema democrático pasa por el fortalecimiento del sistema educativo nacional y por la formación política del soberano. Este ideal, ya prefigurado desde finales del siglo XVIII en Europa por Rousseau y Condorcet, apelará al papel de la instrucción pública y a la condición del ciudadano en la construcción del nuevo régimen. También en la América del siglo XIX, voces tan distantes como la de Ramos Arizpe o la de Sarmiento proclamarán que la educación es condición de la democracia y la justicia. Así, el primero sostendrá ante las Cortes de Cádiz en 1811, que La educación pública es uno de los deberes de todo gobierno ilustrado y sólo los déspotas y los tiranos sostienen la ignorancia de los pueblos para más fácilmente abusar de sus derechos
y el segundo, en Argentina, al referirse a la educación pública del pueblo, planteará su célebre frase hay que educar al soberano
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Hoy resulta claro que los mexicanos requerimos de una formación que, además de permitir el discernimiento ante las más variadas propuestas electorales –las legítimas y nobles, pero también las que pudieran ocultar perversidades y chantajes– propicie el desarrollo de capacidades activas y responsables frente a los asuntos públicos. Se requiere una formación política para interpretar y participar de manera razonada en las elecciones pero, sobre todo, es menester una formación para avanzar como ciudadanos en la vida cotidiana, para asumir la experiencia colectiva de definir las leyes, para fortalecer el estado de derecho y frenar los múltiples rostros de la violencia, para impedir los excesos de los gobernantes, para mantener en sus límites a los medios televisivos o para contribuir a la generación de políticas públicas pues debe recordarse que, sin la participación de la sociedad, las políticas públicas simplemente no existen.
La ciudadanía plena, hay que subrayarlo, no se adquiere por simple mayoría de edad: se aprende, se construye, se ejercita y es condición indispensable para fortalecer la vida democrática. ¿Acaso no es lo que todos queremos?