egún un informe elaborado por la contraloría general del Instituto Federal Electoral (IFE), dicho organismo ha incurrido en diversas irregularidades en el manejo de los recursos públicos que ejerce. Entre ellas destacan los excedentes de plazas laborales, los gastos excesivos y no comprobados en combustible, los pagos duplicados de telefonía celular, las erogaciones no autorizadas para la renta de inmuebles y automóviles de funcionarios e incluso las compras de edificios inexistentes.
Semejante conducción dispendiosa, opaca y presumiblemente ilegal de los recursos resulta doblemente inadmisible si se coteja con el desempeño reciente del IFE en su responsabilidad fundamental: organizar procesos electorales equitativos, transparentes y confiables. En efecto, durante los dos recientes comicios presidenciales –2006 y 2012–, los integrantes de ese organismo, empezando por sus presidentes, Luis Carlos Ugalde y Leonardo Valdés, decidieron mirar hacia otro lado ante los episodios de intromisión indebida de autoridades federales y de poderes fácticos en las elecciones y ante la puesta en marcha de maniobras tradicionales y sofisticadas de manipulación; calificaron de limpios
y ejemplares
procesos plagados de irregularidades y actuaron, en suma, en forma omisa respecto de sus facultades y obligaciones legales. Ante la falta de certidumbre en el trabajo del IFE, los dos pasados comicios presidenciales han dado pie a conflictos poselectorales –expresados en movilizaciones o por la vía jurídica–, la sociedad ha experimentado una fractura política que no será fácil remediar, se ha restado legitimidad a las instancias gobernantes y la propia institucionalidad electoral ha sido expuesta a severo descrédito.
A la luz del conjunto de anomalías documentadas por la contraloría general del IFE, es claro que ese organismo requiere de una profunda transformación en sus prácticas y composición si se quiere evitar que la pérdida de confianza ciudadana llegue a un punto de no retorno.
Por lo demás, las irregularidades referidas en el IFE son ejemplos de la opacidad y la discrecionalidad con que se manejan los recursos en el conjunto de las entidades autónomas federales, las cuales, en uso distorsionado de sus potestades, y valiéndose de la ausencia de controles externos de fiscalización, generan entornos propicios para la corrupción y el desvío de recursos por sus integrantes.
No menos grave es el derroche y la frivolidad imperantes en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, cuyos integrantes perciben salarios y otras percepciones insultantes para la mayoría depauperada de la población, emplean el dinero público para dotarse de condiciones de trabajo faraónicas, expanden sus equipos de colaboradores sin control alguno y ostentan sin pudor todos esos beneficios a través de ejercicios de transparencia administrativa
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El telón de fondo del dispendio, o incluso del enriquecimiento personal a costa del poder, es un entorno social caracterizado por la necesidad, la pobreza y la miseria, sistemas públicos de salud y educación severamente deteriorados y una aplicación regular de aluviones impositivos, incrementos en tarifas y servicios públicos y demás medidas lesivas para las mayorías.
Ante el elevado costo y las consecuencias nocivas que tales prácticas tienen para el conjunto de la población, la clase política en su conjunto no tiene, en suma, motivo para sorprenderse ante el desprestigio que padece en la opinión pública.