n mes después de la masacre en la escuela Sandy Hook de Newtown, Connecticut –donde fallecieron una veintena de niños y seis adultos–, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, anunció que enviará al Congreso un paquete de reformas legales para controlar la venta de armas de fuego en ese país. Entre otras medidas, la iniciativa presidencial incluye la prohibición de vender rifles de asalto –prescrita en 2004– y de cargadores con más de 10 municiones, así como la certificación de identidad y de los antecedentes de todos los compradores particulares de armas de fuego.
Tales elementos bastarían para calificar el plan del presidente estadunidense de intento positivo y sin precedente en materia de control de armas de fuego. Con todo, la iniciativa de Obama omite un punto fundamental: el problema de la posesión masiva de armas de fuego por particulares estadunidenses no se origina únicamente en una legislación permisiva que ha posibilitado la proliferación descontrolada de tales artefactos; el fenómeno es impulsado también por poderosos factores económicos, políticos y culturales. Dicho fenómeno, en consecuencia, debe ser acotado y abordado en todos esos frentes.
Sin soslayar el vasto poder de cabildeo de organizaciones como la Asociación Nacional del Rifle –que se aferra a pregonar la libertad absoluta de poseer armas de fuego y mantiene estrechos vínculos con el Partido Republicano–, tales agrupaciones no son sino la cara más visible de una amplia red de intereses que tiene como eje articulador a la industria armamentista, la cual ostenta un enorme poder político y una vasta presencia en la economía de Estados Unidos. Dichos intereses, por añadidura, tienen a su favor un entorno social y cultural en el que históricamente ha prevalecido una fascinación por las armas de fuego y en el que la posesión de éstas es vista como sinónimo de estatus y el ejercicio de un derecho individual irrenunciable.
Ante tal perspectiva, es claro que cualquier acción gubernamental orientada a controlar la comercialización y posesión de armas de fuego en Estados Unidos quedará incompleta en tanto no incorpore una política educativa orientada a concientizar a la población en general –y a las generaciones más jóvenes en particular– de que la posesión descontrolada de esos artefactos no es sinónimo de seguridad ni de libertad, sino un signo de atraso civilizatorio y una amenaza constante de violencia y muerte.
Por lo demás, es necesario que el gobierno de Washington revise y acote el peso político y la proyección económica de su industria armamentista, que ha sido factor decisivo no sólo para multiplicar el número de muertes violentas en ese país, sino también para llevarlo a aventuras bélicas desastrosas, como las emprendidas por el gobierno de George W. Bush en Afganistán e Irak, e incluso para atizar escenarios de barbarie delictiva como el que ha ensangrentado a nuestro país en el último sexenio, los cuales representan una enorme oportunidad de negocio para los fabricantes y vendedores de armas de fuego.
En suma, en ausencia de acciones y propósitos gubernamentales para atender las dimensiones económicas y culturales del fenómeno comentado, el plan de Obama aparece como un paliativo y como una medida publicitaria para encauzar en favor de su gobierno la exasperación social por la repetición de episodios trágicos como el que tuvo lugar a fines del año pasado en Connecticut.