l amparo de un circo, que es como le gusta, se concentra en el instante en blanco cuando se encienden de golpe 10 o 15 reflectores sobre ella y una audiencia en redondo espera que la hagan reír. O llorar. O las dos. Ha sido payasa largo tiempo, en varios países y no siempre con circos. A veces solista, algo demasiado cultural, pero un nicho es un nicho hasta para los payasos. A veces como parte del elenco que entra y se atropella torpemente mientras allá arriba los habilísimos trapecistas se juegan el pellejo ante el rigor del morbo universal. Participa en congresos del gremio, tiene publicado un método, pero no acude a las peregrinaciones. Las iglesias no le divierten. Preferiría tirarse a rodar con cómicos de la legua que van como gitanos.
Así fue el origen: una troupe al modo jipi de la época poniéndose flores en el pelo y pisando los talones de América Latina en vehículos de carga o en aventón, vendiendo jericalla fresca y piedras pulidas, y reuniendo con ligereza públicos infantiles, que no era la intención inicial. Guitarras, y vino donde lo hubiera. Días de hambre y amor. Las noches nunca fueron frías abrazada a uno de los muchachos, suyo en ese tiempo. Y ella era de él. Qué podía ser mejor. Vivían un cuento de hermosa juventud. Aún hoy, luego de tan dilatada trayectoria en pistas, teatros y galpones, espera que, al decir de Eliot, en su principio esté su fin.
Entonces ocurrió la desgracia. Llegando al norte los alcanzó el golpe de Estado en el ya lejano país del sur. Los gorilas. La desaparición de los hermanos, los camaradas, los maestros. Llevaban meses sin domicilio y a la deriva, pero sólo entonces los alcanzó la sensación de naufragio, de naves calcinadas.
Un tiempo vivieron de lo que eran, mas lo roto en ellos terminó por arrasarlos. La pertinencia de sus parlamentos y canciones, la identidad grupal y el amor se perdieron en la cruda realidad del exilio. Repentinamente sola en tierra ajena, encontró refugio en un circo popular que le permitió presentarse como payasa de relleno, aunque carecía de entrenamiento. Era cosa de hacer el ridículo nada más. Pero con magia. Ocurrió una revelación, en el doble sentido. Para la empresa y el público, qué payasa más graciosa. Para ella, Dodes’ka-den: el camino de la vida.
Sin mejor entrenamiento que el Brecht disponible en la interrumpida carrera de arte dramático, y la práctica en su periplo de cómica, cuentacuentos y trovera en plan medieval a través de un continente que perdía aceleradamente la inocencia y se despeñaba en el infierno, comprendió que necesitaba aprender. La técnica. Porque un payaso, dijera Eliseo Diego, debe hacerlo bien. No sería el payaso de las bofetadas de León Felipe. Se registró en asociaciones, tomó cursos, viajó a países interesantes. Aprovechó las diferencias de lenguas para enmudecer la boca. Aprendió enormidades de sus amigos mimos. Hizo lo suyo para educarse el rostro, pintarlo en blancos, rojos y azul celeste. Ponerse el amarillo gorro grotesco. La ropa payasa. La nariz de globo, pequeño detalle que lo define todo. Las calzas verdes. Las nalgas bombachas.
Lo que es encontrar vocación. Se volvió virtuosa. Públicos de algunos continentes y de todas las clases sociales, en particular las bajas, se desternillaron con sus lindezas bajo las carpas. Tomó de la canasta del azar un nombre y pasó a llamarse así hasta en sus horas de civil, que como le sucede a cualquier payaso, son la mayoría.
¿Olvidó su principio en el sur? Pasaron las décadas. La dictadura se hundió. Las nuevas cicatrices aprendieron a sonreír. Devolvieron la voz. Pero su paso al frente había sido rotundo, y en la condición payasa encontró alivio de la nacionalidad y el idioma del horror, la enriquecieron otras luces y lo principal, las risas cristalinas de niños, o de adultos como niños. Vio que es posible conservar la inocencia donde ya no queda ingenuidad.
Los circos tienen mucho de cruel. Por los animales torturados. Por la humillación de los enanos. Aprendió a distinguir. Pisaría sólo la pista de circos que se basaran en percherones bien cuidados. La llevaron a Canadá. En fin, triunfó.
Esta noche vuelve al escenario de su primera vez. Como quien hiciera el amor en la cama donde perdió la virginidad de su juventud. Ya no es joven. O casi no. Quizás importa. Quizá no. A la gente le basta que aparezca, sin hacer nada todavía, para reír. Así les pasaba en los cines a Charlot, los Marx y Woody Allen. Su pura cara da risa. Las carcajadas se desatan en cuanto tropieza con el gran charco de grasa verde perico, sus calzas verdes saltan por los aires y ella pone la cara más simpática de su inagotable repertorio. Esos segundos en el aire, antes de azotar cual costal y prenderse al resorte de la inminente rutina genial, ella es inmensa y puramente feliz. No hay duelo ni soledad. Ni palabras. No pesan la vida ni la muerte. Sólo existe risa, la embriagadora risa de los demás.