a principal formación opositora en España, el Partido Obrero Socialista Español (PSOE), pidió ayer la dimisión inmediata del presidente del gobierno, Mariano Rajoy, en el contexto del renovado escándalo por las numerosas actividades irregulares del ex tesorero del Partido Popular (PP, en el poder) Luis Bárcenas, hoy encarcelado y sujeto a proceso. El nuevo giro del caso es la revelación de diversos mensajes de teléfono celular cruzados entre Rajoy y Bárcenas, pese a que el segundo aseguraba haber suspendido todo contacto con el hoy recluso, en los cuales puede verse una obvia cercanía e incluso cierta complicidad. El hecho, entonces, no es sólo que el actual gobernante haya participado en las redes de corrupción tendidas por Bárcenas –lo cual ya se sabía–, sino que mintió.
Ya en febrero pasado el PSOE había pedido la salida de Rajoy de la jefatura de gobierno, pero por entonces las revelaciones del caso Gürtel y de los papeles de Bárcenas estaban apenas en sus comienzos y no habían salpicado a toda la cúpula del PP; actualmente la situación del partido conservador que gobierna España es mucho más delicada, por cuanto Rajoy y Bárcenas protagonizan una confrontación pública en la que el ex tesorero busca involucrar al gobernante, mediante filtraciones, en la mayor cantidad posible de delitos y en la medida en que el desgaste del PP ha crecido semana tras semana, en el contexto de la política económica devastadora dictada desde Berlín e impuesta al conjunto de los españoles para tratar de paliar la grave crisis que afecta al país. Por añadidura, a la demanda del PSOE se han unido Izquierda Unida (IU, tercera fuerza electoral) y otras formaciones que han hecho suya la exigencia o bien que se manifiestan por la realización de elecciones anticipadas.
Ciertamente, estos factores no bastan, ni aisladamente ni en conjunto, para hacer pensar en una caída inminente del gobierno del PP, pero sí configuran la circunstancia más difícil para esa formación conservadora.
Más allá de las guerras verbales que tienen lugar en el Congreso de los Diputados de Madrid, el hecho es que el PP enfrenta un gravísimo descrédito social ante la evidencia de que su ejercicio del poder está marcado en forma casi automática por la corrupción. En efecto, en todos los niveles en los que el PP ocupa oficinas públicas –gobiernos autonómicos, ayuntamientos, gobierno nacional– han surgido a la luz tráficos ilícitos de dinero a cambio de influencias, presupuestos públicos adulterados y otras expresiones de malos manejos.
Adicionalmente, crece la percepción social de que la formación política posfranquista fundada por Manuel Fraga Iribarne –alto funcionario en las postrimerías de la dictadura del generalísimo– llegó a La Moncloa no por méritos propios, sino por el desgaste que experimentó el PSOE durante los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2010), y que una vez en el poder se ha limitado a ser brazo ejecutor de una política económica implacable y depredadora, diseñada por la Comisión Europea, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el gobierno alemán.
Por lo demás, la crisis que hoy afronta la institucionalidad española no se limita al descrédito del Ejecutivo, sino pasa también por los diferendos entre éste y el separatismo catalán y por la severa erosión de la monarquía como resultado de los reiterados desfiguros de su figura principal, Juan Carlos de Borbón, y por las trapacerías de uno de sus yernos, Iñaki Urdangarin.
Lo que es claro es que, más temprano que tarde, el Estado español tendrá que hacer frente a una reconfiguración institucional que subsane las deficiencias democráticas y representativas que datan del periodo de la transición (segunda mitad de los años 70 del siglo pasado) y que hoy constituyen un grave lastre para el funcionamiento político, económico y social del país.