Marchemos la mano en la mano
on esta frase dicha en buen español, el presidente Charles de Gaulle electrizó a la multitud reunida en el Zócalo de la ciudad de México un 16 de marzo de 1964. A su lado, en el balcón de Palacio Nacional, el presidente Adolfo López Mateos recibía los aplausos que invariablemente provocaban sus apariciones en público, pero en esta ocasión las muestras de entusiasmo eran también una respuesta a lo que De Gaulle representaba: desde la valiente rebeldía contra la derrota de 1940, hasta la defensa de una política internacional independiente en la guerra fría, cuando los europeos difícilmente levantaban la voz delante del gran aliado respectivo: para unos, Estados Unidos; para otros, la Unión Soviética. En un contexto en el que no había margen de maniobra para terceros, el presidente De Gaulle se indisciplinó, y lanzó una política exterior cuyo objetivo era recuperar espacio para la defensa y promoción de los intereses franceses, pero convencido de que sus beneficios alcanzarían a muchos otros países, que podrían acogerse a su ejemplo o a los frutos de sus acciones contra la política de bloques. De Gaulle recuperaba así la universalidad de la experiencia francesa.
La presencia del entonces presidente de Francia entre nosotros fue vista sobre todo como un gesto de independencia del gobierno mexicano. Al darle la bienvenida a un líder que causaba profunda irritación en Washington porque era un severo crítico de su política exterior y no aceptaba sus directivas, el presidente López Mateos reiteraba su determinación de mantener con firmeza la autonomía de la diplomacia mexicana, la misma que había inspirado su política hacia la revolución cubana. La visita ilustró la coincidencia entre México y Francia, que nacía de la voluntad de ambos de defender una tercera vía frente al condominio nuclear que ejercían conjuntamente soviéticos y estadunidenses. Así que la invitación gaulliana de marchar la mano en la mano tenía un significado preciso que no tuvo que ser explícito para que se entendiera.
El actual ministro de Relaciones Exteriores de Francia, Laurent Fabius, acaba de concluir una visita oficial a México, que fue la oportunidad para que citara la frase del presidente De Gaulle en el Zócalo, y así subrayar las coincidencias entre los dos países en el ámbito internacional, y retomar la continuidad de la relación bilateral, haciendo a un lado el desencuentro que provocó Florence Cassez. Mucho se habló de desafíos económicos y comerciales, de cooperación en materia de seguridad, de retos en común, entre otros; un programa más o menos estándar en cualquier relación bilateral.
Sin embargo, desde el punto de vista diplomático Fabius planteó un tema de fondo, que podría revolucionar la política exterior mexicana: la participación de México en operaciones de mantenimiento de la paz. El ministro hizo referencia a las reflexiones del gobierno mexicano al respecto, y lo exhortó a que siguiera explorando esa posibilidad. No es la primera vez que se discute el tema. En algún momento del gobierno de Carlos Salinas, uno de sus consejeros más cercanos provocó un tremendo sofocón cuando declaró sin más preámbulo que tropas mexicanas estaban listas para participar en el conflicto con Irak. Después, de visita en México, en el discurso que pronunció durante la cena que le ofreció el presidente Calderón, el presidente Nicolas Sarkozy también planteó –de manera un tanto imperativa– la importancia de que México participara en operaciones de mantenimiento de la paz.
El principal argumento en apoyo de esta participación es que si, como lo han dicho el presidente Peña Nieto y muchos de sus funcionarios, México quiere ser una potencia internacional, si quiere ejercer influencia en la política mundial, tendrá que involucrarse en esa dinámica de manera más contundente y compleja; comprometerse a contribuir a la solución de conflictos en otros países y regiones. Por ejemplo, una de las primeras decisiones del presidente Hollande fue enviar tropas a Malí, para proteger a sus nacionales y apoyar al gobierno que estaba bajo el ataque de islamistas radicales. Francia considera la experiencia exitosa porque además de evitar un baño de sangre y la inestabilidad de la región, que habrían sido vistos con indiferencia por Estados Unidos y Europa, con su intervención –que también atrajo a la ONU– logró que las partes en conflicto llegaran al acuerdo de celebrar elecciones, las cuales tendrán lugar a fines de mes. Es decir, el conflicto se desactivó. De esta manera, la acción del gobierno de François Hollande en el exterior no está supeditada a la diplomacia de Washington, sino que responde a objetivos propios, véase, al deseo de jugar un papel relevante en el mundo y al hacerlo, influir en los acontecimientos y la dinámica internacionales. Así, como lo esperaba el general De Gaulle, Francia ocupará el lugar que le corresponde en razón de su importancia económica, de su poder militar y de la luminosidad de su cultura. ¿Podemos nosotros marchar con ella la mano en la mano en este tipo de travesías?