a difusión de los resultados oficiales sobre medición de la pobreza para 2012, presentados por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), ha derivado en un deslinde claro de la presente administración respecto de los programas sociales asistencialistas llevados a cabo por el pasado gobierno federal. Ayer, el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, dijo que las transferencias condicionadas de recursos a los ciudadanos de los sectores más desprotegidos –como las que se realizan en el contexto del programa Oportunidades– han sido más una herramienta de política pública de contención de la pobreza que de combate efectivo hacia la misma
, si bien señaló que el gobierno de Enrique Peña Nieto planea seguir apoyando estos programas en beneficio de los que menos tienen
.
Ciertamente, el elevado número de habitantes del país en situación de pobreza –53.3 millones de personas, según la medición del propio Coneval– da cuenta de un fracaso rotundo en las políticas de desarrollo social aplicadas por las últimas administraciones federales, tanto priístas como panistas. La razón fundamental de ese fracaso es la persistencia de un modelo económico intrínsecamente generador de miseria, desigualdad y marginación, cuyas políticas fundamentales –contención salarial, apertura indiscriminada de mercados, liberación de precios, concesiones sin límites al capital, privatización de la propiedad pública, entre otras– cancelan la movilidad social, propician la concentración de la riqueza en unas cuantas manos y vuelven, en suma, inútiles los esfuerzos gubernamentales por contener la inequidad social.
Adicionalmente, las cúpulas del régimen político han cifrado su perpetuación en el poder en la existencia de grandes sectores depauperados, los cuales son reducidos por la propia política social a la condición de ejércitos electorales de reserva. Esa táctica de utilización de la pobreza con fines electorales fue aplicada durante el sexenio salinista mediante el programa Solidaridad, se mantuvo sin cambios durante el gobierno siguiente, fue retomada por las administraciones panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón, y el Revolucionario Institucional recurrió a ella en forma masiva y notoria durante el proceso electoral del año pasado.
Es inevitable contrastar esa tendencia de lucrar políticamente con la pobreza con lo que ocurre en la capital del país, cuyos últimos gobiernos han promovido diversas medidas para impedir escenarios similares sin necesidad de cancelar los programas, como la elevación de los mismos a rango de leyes y la conversión de los beneficios sociales en derechos ciudadanos, con el fin de que unos y otros queden blindados incluso ante el eventual arribo de un gobierno de signo político distinto.
La despolitización de los programas de desarrollo social en el Distrito Federal ha permitido que éstos puedan ser ampliados y aumentados con independencia de los ciclos electorales y los cambios de gobierno; ello a su vez ha derivado en un avance constante en los índices de desarrollo humano y en un mejoramiento de las condiciones de vida de los beneficiarios. Por lo demás, es plausible suponer que dichos programas han contribuido en parte a que la ciudad de México se haya mantenido hasta ahora al margen de escenarios de violencia generalizada como los que se viven en otras partes del territorio.
Con todo y sus errores y deficiencias –los tiene–, la política social en la ciudad capital ha sentado un precedente que debiera ser recuperado por autoridades de otros niveles de gobierno. En tanto no se imprima un viraje similar en el modelo que impera a escala federal, parece improbable que las acciones oficiales en la materia vayan más allá de la demagogia y el populismo.