i se quisiera reconstruir la historia mínima de la reforma energética que hoy se dirime en el Poder Legislativo, habría que empezar por releer el reporte que discutió en diciembre de 2012 el Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadunidense ( Oil, Mexico, and the Transboundary Agreement, 112th Congress, 2d session, 21 de diciembre de 2012) para fijar la orientación de su política hacia México. Antes que nada, impresiona la fecha en que se revisó el documento. El 21 de diciembre del año pasado, cuando tan sólo habían transcurrido tres semanas de que Enrique Peña Nieto se había instalado en Los Pinos, el Senado en Washington podía ya escuchar un extenso y pormenorizado informe sobre los dilemas energéticos, fiscales y políticos de México, y la forma en que los representantes de Capitol Hill podían reaccionar frente a ellos. En principio, desde que el candidato priísta anunció en sus primeros discursos de campaña su firme voluntad
para promover una reforma integral
de las condiciones de la producción de energéticos del país, se desató una febril actividad en el mundo de los intereses globales, donde se multiplicaron un sinnúmero de estudios, propuestas y recomendaciones para hacer frente a lo que desde entonces se llama la crisis energética mexicana
. Prácticamente participaron todos: las grandes compañías petroleras, expertos académicos, la banca y, sobre todo, los lobbies que atienden sus relaciones con el establishment de Washington.
El reporte al Senado de Estados Unidos no deja lugar a dudas: la propuesta de reforma que Peña Nieto entregó al Congreso mexicano fue elaborada, hasta en sus más íntimos detalles, en el exterior. Y resalta también el hecho de que a lo largo de su elaboración hubo un conflicto entre la posición de la banca y la de las compañías, que hoy, más que sólo petroleras, son energéticas. Las segundas impulsaban una reforma aún más radical
en aras de capitalizar la precaria situación que ha devenido de la crisis energética
local. La banca, por su parte, dudaba –y al parecer sigue dudando– de la capacidad de Peña Nieto para impulsar los cambios.
¿A qué se refieren todos esos documentos cuando hablan de la crisis energética de México
?
Entre 2003 y 2010, la producción petrolera en México descendió casi 20 por ciento. Las exploraciones de nuevos yacimientos no han redundado en los resultados esperados. Pemex, que provee la tercera parte de los ingresos fiscales de la Federación, no cuenta con el capital suficiente para restablecer la antigua capacidad de producción. De seguir con el mismo esquema, México se convertirá pronto en un país importador de petróleo. Y es ésta la situación que ha motivado el tropel de cambios que se inician en el espacio legislativo desde 2008.
El reporte al Senado de EU es bastante claro sobre la filosofía con la que se observa la situación del petróleo en nuestro país: “México es importante para Estados Unidos porque, entre otras cosas, es un proveedor cercano y confiable de importaciones petroleras. Superado recientemente por Arabia Saudita, ha sido la segunda fuente de importaciones del crudo junto con Canadá, que ocupa el primer lugar. Sin embargo, la caída de la producción mexicana hace que las perspectivas de su producción tengan expectativas dudosas sin una reforma. Por esto, la política de seguridad energética de Washington requiere de una assessment permanente en la industria del petróleo de México”. Hasta aquí el documento.
La noticia no es nueva. Para Estados Unidos el petróleo siempre ha sido un tema de seguridad nacional. A diferencia de cualquier otro bien o mercancía, garantizar su abastecimiento ha implicado leyes especiales, instituciones específicas y el concurso del Consejo de Seguridad Nacional. Lo nuevo en la reforma de Peña Nieto es que para el Estado mexicano ha perdido este estatuto. La razón es sencilla y de altísimo riesgo: lo que se pretende es transformar una institución de Estado en una empresa, valga el pleonasmo, como cualquier otra empresa. Con una intervención cada día más alejada del orden político. Ni se diga ya de las empresas extranjeras que podrían dedicarse a la exploración y la extracción. Esta ha sido, precisamente, la exigencia central de las empresas energéticas globales para invertir en el sector.
Uno siempre puede argüir que la forma en que ha sido administrada Pemex (y las demás empresas energéticas) –tanto por el PRI como por el PAN– no ha hecho más que preservar una burocracia política depredadora. ¿Pero no ha sido igual de depredadora la privatización de la telefonía y los bancos?
El problema es cómo cambiar la relación entre el Estado y Pemex, y no entregar una parte de la soberanía en aras de una promesa de eficiencia que es más que dudosa.