uando se trata de violar constituciones, la derecha latinoamericana no se ruboriza. Tampoco tiene problemas éticos o morales. En este sentido, podemos estar seguros que sigue pensando como lo hiciese Diego Portales, político conservador del siglo XIX, articulador del Estado chileno y referente de la dictadura militar pinochetista. Al ser consultado sobre el valor de la constitución dijo: De mí sé decirle que con ley o sin ley, esa señora que llaman constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas
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Así se las gastaba la derecha decimonónica. Nunca se sintió atada a los principios de legitimidad democrática, ni cuando surgían gobiernos progresistas en su seno, ni menos cuando se olían la posibilidad de ser desplazados por coaliciones policlasistas, o antimperialistas, lideradas por la burguesía ilustrada. El siglo XX reforzó esta dinámica, agregando a su ideario el temor a una revolución proletaria y socialista. Lentamente se fueron sumando ingredientes, hasta su síntesis, la emergencia de un discurso chovinista, anclado en los valores patrios: Dios, la familia y la defensa de la Iglesia católica. Tríada que ha sido esgrimida por todos los caudillos civiles y militares a la hora de justificar los golpes de Estado. Tras ellos, el fantasma del socialismo-marxista y el comunismo. Ideologías, argumentarán, contrarias a natura que penetraban sigilosamente buscando destruir la nación para instaurar un orden totalitario. Había que estar alerta. A medida que las técnicas de la sicología se incorporaron al escenario bélico, la guerra sicológica cobró fuerza como uno de los pilares de la desestabilización democrática. Así emergieron relatos destinados a crear rechazo a todo cuanto oliese a socialismo o comunismo. En América Latina, las campañas del miedo se hicieron sentir desde muy temprano, aunque fue durante la guerra fría cuando desplegaron toda su influencia. Desde la mentira más burda, los comunistas separan a las madres de sus hijos, inoculándoles el virus del odio hacia sus progenitores, hasta alambicados relatos no menos fantasiosos como la infiltración comunista en colegios, empresas, instituciones, que buscan lavar el cerebro a la población por medio de canciones, obras de teatro, cine, etcétera.
En el ínterin, todo el arsenal que puedan imaginar. No hay discurso desestabilizador que no contenga la quema de iglesias, el asesinato de figuras relevantes de la vida pública, el asalto y expropiación de los bienes personales, la violación de mujeres, el fin de la libertad de prensa y de expresión. Tanto como el robo, la rapiña y la creación de tribunales populares para fusilar al ciudadano indefenso que ve cómo sus bienes, ganados con tanto esfuerzo, pasan a poder de la chusma.
Pero a la campaña sicológica desestabilizadora, más o menos efectiva, se suma un arma de grueso calibre: la creación de un estado de ánimo que rompa el apoyo popular. Es decir, una quinta columna que haga ineficaz la aplicación de políticas distributivas y de justicia social. Me refiero a implementar conscientemente el mercado negro, el acaparamiento, el desabastecimiento, cuyo fin es estrangular la economía interna. Se trata de crear un malestar que culpe al gobierno de provocar el caos, tildándolo de ineficaz y corrupto. En todos los países latinoamericanos donde ha gobernado la izquierda se emplea esta táctica, cuyos efectos han sido devastadores.
Fomentar la desaparición en los supermercados, tiendas y locales comerciales de productos de primera necesidad, como jabón, papel higiénico, pasta de dientes y alimentos básicos mina, sin duda, el bloque popular. Lo hace ser vulnerable a prácticas corruptas, justificadas por la necesidad. En eso se asientan las políticas de la derecha para justificar sus estrategias golpistas y sediciosas. Crean el problema y fomentan el caos tensando la cuerda hasta romperla.
Ellos no tienen problemas, no sufren el desabastecimiento y el mercado negro de divisas les beneficia. Igualmente acaparan todo tipo de alimentos y utilizan los medios de comunicación para crear alarma, llamando a la población a levantarse contra el gobierno. El manual se cumple a rajatabla. Los objetivos desestabilizadores internos se apoyan en un bloqueo internacional que Estados Unidos y sus aliados fomentan impidiendo la compra de productos de primera necesidad, repuestos, bloqueando inversiones y reduciendo el crédito.
Hoy, la república Bolivariana de Venezuela sufre este embate. La posibilidad de romper esta estrategia pasa por dar poder habilitante al presidente para combatir la corrupción. Esa es la batalla.