uando a principios del siglo pasado llegó el ferrocarril a un rincón perdido del noreste brasileño, los habitantes de una aldea que estaba a tres días de cabalgata de la terminal ferroviaria enviaron al más despierto de la comunidad para que estudiase esa máquina de hierro que escupía fuego y les dijese cómo era. Al cabo de seis días el explorador volvió, pero sin saber cabalmente cómo contar lo que había visto a gente que no conocía otra máquina que la de coser. Por eso reflexionó y dijo: ¿Conocen la máquina Singer?
Un coro de síes le respondió. Entonces pudo concluir su informe: “La locomotora es igual, pero completamente diferente…”
Como en el cuento, para muchos los paramilitares colombianos y las autodefensas son similares y responden por igual a la acción encubierta de la oligarquía local y de la contrainsurgencia estadunidense. Para los observadores superficiales esos ejércitos no oficiales podrían describirse por igual como grupos de hombres armados que buscan restaurar un orden subvertido. Pero resulta que ese orden, en México o en Colombia, tiene un signo opuesto. Porque los paramilitares colombianos quieren afirmar el poder de los terratenientes sobre los campesinos como señores de horca y cuchillo, verdugos y jueces, mientras que en México las comunidades y pueblos de Michoacán que forman sus autodefensas quieren en cambio acabar con las violencias, las violaciones, los saqueos, la tala de bosques, la prepotencia y la eliminación de las conquistas históricas de la reforma agraria realizada en los años 30 bajo el gobierno del michoacano Lázaro Cárdenas.
Mientras los paramilitares colombianos son ejércitos de mercenarios maniobrados por la mano oculta del poder capitalista y luchan contra los campesinos que en los años 50, en la llamada República de Marquetalia, dieron origen a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) formando autodefensas contra la violencia antiliberal de los terratenientes conservadores que siguió al asesinato de Eliécer Gaitán y que causó más de 200 mil muertos, las autodefensas mexicanas luchan hoy contra una fuerza moderna y trasnacional, la de la droga, parte crecientemente importante del capital mundial, que busca sólo el lucro y no reconoce límites entre lo legal y lo ilegal y tiene su principal matriz en el mercado estadunidense y su principal estímulo en el Departamento de Estado desde la Segunda Guerra Mundial, con los plantíos de opio de la CIA en el sudeste asiático y su acuerdo con la mafia siciliana hasta el Irangate que financió con la droga a la contra en Nicaragua.
En una palabra, los paramilitares colombianos nacieron contrarrevolucionarios, mercenarios, anticampesinos y estuvieron siempre encuadrados por el ejército y por los servicios de inteligencia de Estados Unidos, mientras que las autodefensas michoacanas nacieron de las comunidades y expresan la conciencia generalizada entre los campesinos de que entre el aparato estatal y las bandas de narcotraficantes hay conexiones y complicidades así como la desconfianza de masas en la capacidad y voluntad del aparato estatal capitalista de mantener las condiciones esenciales para la democracia y el trabajo honesto y pacífico. Por eso las FARC reclutaban campesinos y las comunidades odian a los paramilitares, mientras en Michoacán los campesinos integran las autodefensas y las poblaciones alimentan y agasajan a las autodefensas. Además, las autodefensas redistribuyeron a las comunidades campesinas las tierras que los narcos les habían robado, mientras que los paramilitares colombianos, en cambio, expulsaron más de 2 millones de campesinos tras robarles las tierras.
Si, por último, el Estado colombiano tuvo que tratar de desarmar a los paramilitares es porque éstos, con sus exacciones, empujaban a los jóvenes a convertirse en soldados de las FARC, cuya disolución sería imposible mientras en gran parte de Colombia imperase el terror blanco de la extrema derecha y de los terratenientes. El Estado mexicano, en cambio, desea desarmar a las autodefensas campesinas porque el fusil en manos de los trabajadores es la principal garantía de la democracia y porque la autorganización de los pueblos, la defensa de su territorio y la selección de nuevos líderes para la acción crea las condiciones para la autonomía local frente al Estado central, e incluso para el paso posible a la autogestión para reorganizar la economía popular y crea bases firmes de un poder popular.
Los medios capitalistas, que sostienen que toda movilización o rebelión popular responde sólo a la intervención y las maniobras de fuerzas ajenas a los indígenas y campesinos, porque éstos, según ellos, serían incapaces de crear instrumentos propios, y que siguen sin entender el zapatismo de Emiliano Zapata o el neozapatismo de Jaramillo y los continuadores de Zapata o del EZLN chiapaneco, tratan hoy de desprestigiar a las autodefensas y de confundir a las clases urbanas cuyo único alimento cultural es la bazofia que les sirve diariamente la televisión y la mayoría aplastante de las radios y de los diarios. Por eso insinúan que un líder de las autodefensas estuvo preso hace 38 años por vender mariguana. Ahora bien, en esos años no había aún un narcotráfico organizado, la mariguana en México circula libremente desde siempre y debería ser legal, como en Uruguay y, además, la gente puede cambiar mucho en casi 40 años. Pero lo fundamental es que toda ola social de fondo arrastra hacia la superficie y politiza a personas que fueron marginadas por un sistema tan marginalizador que 85 personas tienen una fortuna similar a la de 3 mil 500 millones de otros seres humanos. ¿Acaso José Doroteo Arango, alias Pancho Villa, era un niño de coro en las sacristías del norte? ¿Pero por qué se le recuerda? ¿Por el cuatrerismo o por su acción revolucionaria?