De ética
ada día los habitantes del planeta (con mínimas excepciones) abrimos los ojos para vernos en un mundo de mercancías llamadas satisfactores de la vida moderna, sin sospechar que la mayoría de estos son resultado colateral de la investigación armamentista, cuya finalidad es, obviamente, matar humanos. Otro día descubrimos que nosotros mismos tenemos un precio de mercado y si no lo tenemos es porque fuimos dados de baja en una sociedad que nos ha desechado. Aunque en partes del mundo la contribución al capital dominante durante la vida activa se devuelve con servicios asistenciales, ninguna sociedad contemporánea bajo el yugo neoliberal reconoce ni respeta el valor de los saberes es decir los conocimientos formales y la experiencia de una vida con ética.
Los jóvenes, aterrados ante el futuro, aprenden que necesitan dinero no sólo para vivir sino para ser. En primer lugar para obtener respetabilidad cuya medida son aparatos electrónicos y vehículos, luego para cubrir las necesidades del disfraz social de la esposa según las exigencias de la moda, enseguida para pagar colegios caros a sus hijos sin importar la calidad y el contenido de la educación y cada vez más dinero para aumentar el nivel de su autoimagen, mantenerla y heredarla a los hijos. ¿A quién sorprende que en una sociedad de precios que no corresponden a valores de uso reales la corrupción sea la reina de las relaciones sociales?
¿Y el delito? Hace apenas 30 años eran mercancía nuestra fuerza de trabajo manual e intelectual, hoy son comerciables las personas, como sicarios o esclavos en los campos de amapola, mujeres domesticadas como animales para soportar las vejaciones corporales y psíquicas hasta que se tiran en un basurero por invendibles, niñas y niños para abrirlos literalmente y extraerles órganos de gran demanda en el mercado, o si los guardan enteros, para venderlos por internet, como antes se hacía con las también dóciles y silenciosas muñecas de látex en los sex-shop. Aunque este comercio sólo parece ser visible para quienes les toca de un lado o del otro…
La guerra mundial del capital contra el trabajo no es cosa del futuro, todo lo que nos rodea, sean formas o contenidos, mata la humanidad que debiera ser substancia de nuestros tejidos vitales. No faltarán quienes exclamen que el humanismo es retrógrado y que, dado el carácter irreversible del neoliberalismo sólo tiene que construirse una nueva moral para este modelo. Por desgracia, no sólo los adeptos del fin de la historia sino muchos quienes invocan a Marx, afirman que es forzoso pasar por donde estamos: la mercantilización absoluta, incluido lo humano, para llegar a la etapa superior del socialismo, pero se equivocan, el gran pensador alemán analizó un proceso existente y lo proyectó en el sentido que apuntaba, nunca dijo que toda la humanidad estaba condenada a seguir ese camino.
Cuando nosotros proponemos, como solución a la mayoría de nuestros problemas sociales y a la crisis ética, el apoyo incondicional a la producción campesina –familiar, comunitaria y cooperativa– de alimentos, con los otros bienes utilitarios que siempre se le han asociado (utensilios, textiles, conservas artesanales) y nuestros detractores oponen el argumento de que este modo de producir anticuado sólo sirve para la autosuficiencia familiar, ignoran inocente o voluntariamente trabajos como el de Marco Buenrostro sobre la milpa, la que tanto hemos defendido en este espacio y cuya productividad comunitaria es una y media veces más que la de un terreno de la misma dimensión en monocultivo. También quieren ignorar que los monocultivos son tan inútiles para producir otros bienes como eficaces en la expulsión de familias campesinas a las urbes nacionales y extranjeras. Y se atreverían a negar que la tecnología de guerra y los monocultivos están en el origen de una cascada de males crecientes: de la expulsión masiva del campo y generación de población urbana marginal, pérdida de su identidad y ética, en un medio indiferente, hostil y discriminatorio, lucha por la supervivencia que justifica convertirse o convertir al prójimo en mercancía; a clases medias que se sienten invadidas en sus espacios, explosión del racismo-clasismo y en el mejor de los casos de la caridad de ocasión y de humor, cuando están dispuestas a perdonar la existencia del otro si no las molesta; hasta dueños del capital dominante que flotan por encima de la realidad entre mansiones resguardadas, camionetas blindadas y sitios de placer donde quienes les sirven aprenden a hacerse invisibles; pasando por las venganzas sociales y el sacar ganancia de las debilidades de cada clase…
No obstante, es concebible perder el miedo a los otros y a las diferencias sociales, con disposición a mejorarnos todos y no, como suele temerse, para empobrecernos todos. La clave de acceso es luchar contra una reforma constitucional del campo y ley general del derecho a la alimentación que atenten contra la salud de la tierra y las semillas, el trabajo campesino y la distribución de sus productos, la educación y la autogestión comunitaria (cfr. cápsulas de Enrique González Rojo), adoptando una ética –no de catálogo sino como práctica cotidiana– porque si así lo hiciéramos, como diría don Pepe, mi padre, otro gallo nos cantaría
para despertar la nueva nación en la que todos queremos vivir.