a jornada de violencia ocurrida ayer en Reynosa, Tamaulipas, donde la detención de tres presuntos narcotraficantes se saldó con narcobloqueos y balaceras que dejaron tres civiles muertos, es la más reciente demostración del persistente quebranto del estado de derecho y la paz social que se vive en el territorio nacional, ajeno a la supuesta baja en los índices delictivos oficiales. En entidades como Jalisco y la propia Tamaulipas, los homicidios se han multiplicado en los primeros meses del año; en Guerrero –donde desaparecieron 43 normalistas hace más de medio año y han sido halladas varias decenas de cadáveres en fosas clandestinas– se ha observado un incremento notable en el número de secuestros, y otro tanto ocurre en Veracruz y Michoacán; en esta última entidad persiste el clima de confrontación entre corporaciones delictivas escindidas de Los caballeros templarios.
A pesar de los esfuerzos oficiales por minimizar el impacto de la inseguridad en la percepción social, la violencia y el descontrol delictivo siguen afectando a la población en múltiples regiones del territorio nacional, y da la impresión de que el empeño por desviar la atención de tales problemas no logra más que acrecentarlos.
Más allá de los virajes discursivos y en la comunicación social del gobierno, así como de ejercicios de simulación como el que ha venido realizando el gobierno federal en Michoacán, lo cierto es que, a más de dos años del inicio de la actual administración, no ha habido, en los hechos, un viraje real respecto de la estrategia errática y contraproducente de seguridad adoptada por la pasada administración.
Las fuerzas armadas siguen siendo empleadas en tareas policiales ajenas a su mandato constitucional y se siguen reproduciendo los casos de abuso militar y policial, así como presuntas ejecuciones extrajudiciales, como la ocurrida en Tlatlaya el año pasado.
Por lo demás, el país sigue careciendo de una política social, laboral, educativa y de salud capaz de actuar como factor preventivo contra la delincuencia; se mantiene intacta una política económica que provoca desarticulación social, desempleo y marginación; prevalece la impunidad ante la casi totalidad de los crímenes perpetrados en la administración pasada, y se ha postergado el saneamiento de las corporaciones policiales de los tres niveles.
En el ámbito de los derechos humanos, se ha experimentado un estancamiento en las acciones oficiales para garantizar su observancia e incluso se ha asistido a ejercicios de la negación de la realidad respecto del clima de vulnerabilidad generalizada en que se encuentran las garantías individuales, como quedó de manifiesto con el diferendo reciente entre la cancillería y la Organización de las Naciones Unidas respecto de la persistencia de la tortura en el país.
En tales circunstancias, no es de extrañar que se presenten escenarios de estallido de violencia como el que ocurrió ayer en Reynosa.
El incumplimiento del Estado como garante de la seguridad pública y de la observancia de la legalidad representa un desgaste político que conduce, a corto o a largo plazo, a la ingobernabilidad, como ya se ha constatado en diversas entidades. Frente a ello, el optimismo oficial constituye una postura tan equivocada como riesgosa en la medida que merma la capacidad de las autoridades para resolver uno de los problemas más ominosos de cuantos padece la población. Es necesario que el gobierno federal muestre voluntad política para reconocer la realidad y para afrontarla de manera inteligente y responsable.