í, sabíamos que Manuel Camacho Solís estaba enfermo de cáncer, pero no del avance de su enfermedad. Por eso la noticia de su muerte fue muy triste porque era un hombre bueno y abierto al cambio. Tengo presente su actitud con los zapatistas, la forma en que trató a todos, su respeto absoluto. Creía en el diálogo. En 1984 representaba al gobierno de Salinas de Gortari, pero ni el subcomandante Marcos ni los campesinos de Chiapas pudieron encontrar en él a un represor.
Los zapatistas debieron pensar que Camacho Solís era un hombre de paz.
Durante el terremoto de 1985 me comuniqué con él en dos ocasiones; primero para pedirle una silla de ruedas para doña Chelo, Consuelo Romo, del edificio Nuevo León en Tlatelolco, y luego otra para un segundo damnificado. Era jefe de un edificio cercano a Los Viveros de Coyoacán, algo de Ecología. En las dos ocasiones me tomó la llamada. Y no sólo eso, envió al lugar del siniestro la primera y luego la segunda silla con una tarjeta que decía: Cortesía de Paloma Cordero de De la Madrid
. Se lo agradecí, pero más le agradecí la prisa que se dio y su eficacia para cumplir los dos encargos de una ciudadana a quien no conocía, una ciudadana de todos los días.
Hace menos de 10 años lo vi en la casa de Tlalpan de Carlos Payán, en las reuniones de apoyo a Andrés Manuel López Obrador. Manuel Camacho Solís quería transformar a la sociedad y sobre todo al modo de gobernar, su palabra era sensata, producto de la reflexión. Quería un cambio y eso lo hizo salir del PRI. Al terminar las reuniones en casa de Payán, era el único que me preguntaba: ¿Tiene usted en qué irse?
Tres veces me llevó a Chimalistac, él mismo manejaba su coche, hablaba de México, de las reformas esperadas, de la desigualdad social y pensé que era un hombre justo.
Su muerte me ha hecho recordar lo que significa la muerte. Seguramente Manuel Camacho Solís supo que tenía una enfermedad fatal. Me pregunté si sufrió, si la ciencia decidió prolongarlo, si estaba en un hospital intubado, si se dio cuenta o perdió el conocimiento. Su muerte me remitió a la de mis seres más queridos, la de mi madre, la de mi hermano, la de Guillermo Haro. Así como mis muertos fueron un ejemplo de vida, pienso que a México le hacen falta muchos Camacho Solís, políticos decentes, lúcidos y claros, tres adjetivos que eran los del jefe de gobierno de 1988 a 1993.
Dicen que morir de golpe y porrazo es deseable, pero deslizarse hacia la muerte nos da la oportunidad de vivir la propia muerte. Mi madre –valiente hasta el último instante– supo que iba a morir. Había vivido lo peor para una mujer, la muerte de su hijo Jan de 21 años, pero también muchas cosas bellísimas. Seguro a Manuel Camacho Solís le sucedió lo mismo, nos lo dicen sus palabras a sus hijos. Les pide que no guarden rencores contra nadie; que siempre tengan un gesto de cariño con los pobres, los enfermos, quienes sufren y sobre todo que quieran mucho a México, porque es el único país que tenemos.