os tiempos se precipitan y todos se aprestan a la batalla por el poder presidencial. Ahí ven todos los actores del circo político la fuente de la (su) juventud y de las maravillas por venir, sin siquiera preguntarse si en efecto, luego de treinta años de cambios atropellados pero no menos traumáticos, no ha mudado en algo la mítica ecuación de dominio que inventara la Revolución y usufructuaran sus autodesignados herederos.
Todo poder descubre, ante la inminencia de una guerra o los escenarios de descomposición y decadencia que son propios de los sistemas políticos terrenales, o bien a partir de la convicción profunda de que hay que acometer una pronta jornada de nuevos cambios en la economía o las relaciones sociales, la necesidad de centralizar capacidades y recursos. Será a partir de esta recentralización, se piensa, que se generen nuevas maneras de constituir las jerarquías y el orden, de división del trabajo en el Estado o la economía o de distribución delos frutos del esfuerzo social.
Sin guerra abierta y declarada, pero sí cruenta y devastadora, los grupos dirigentes parecen haber asumido esta necesidad que entendieron como urgente. Fue así que buscaron, primero, una centralización formal basada en una mayoría electoral que no pudieron alcanzar y, luego, a partir de la pluralidad política resultante con el Pacto por México.
Más adelante, descubiertos los mil y un hoyos que acompañaron un acuerdo apresurado y nunca consensuado con las bases, el gobierno ha buscado una centralización mayor desde dentro, cerrando filas y desplegando formas de gobernar un tanto inéditas en la historia moderna mexicana. Vinieron así las formas bicéfalas de encarar la gobernanza del propio Estado, buscando extenderlas al conjunto de la sociedad mediante una política de seguridad territorial poco ajustada a los términos constitucionales y ahora mediante una política de austeridad que trata de ir más allá de la emergencia desatada por la caída de los petroprecios. Mucho ruido, en el primer caso de balas, pero muy pocas nueces, salvo que las gloriosas victorias
del nuevo secretario de Educación quieran verse como activos simbólicos a la espera de redención.
En esta perspectiva habría también que inscribir la arriesgada apuesta del gobierno por un llamado presupuesto base cero. Pero la apuesta se perdió y la obligada convocatoria a revisar objetivos y metas en todos los niveles que la técnica referida exige simplemente se extravió… en la bruma.
Prácticamente desde cualquier diagnóstico de nuestra situación presente sería difícil cuestionar la necesidad de intentar algún tipo de (re)centralización del poder. Los años no pasan en balde y han sido ya muchos lustros de desafane federal de las tareas fundamentales que se esperan de todo Estado. La federalización tan cacareada, con todo y su Conago, hace agua por todas partes y nadie o muy pocos osarían presentarla como la nave de recambio después del hundimiento del buque presidencialista.
Hoy, nos descubrimos como sociedad embargada por la inseguridad y el miedo, aquejada por mil y una carencias materiales, vulnerable y sometida a toda clase de riesgos. De aquí la crisis de estatalidad
de la cual hablan algunos investigadores, señaladamente la estudiosa Clara Júsidman, cuya proyección no puede sino llevarnos a un momento mexicano sin perspectivas. Pero de aquí habrá que partir para definir el proceso necesario de reconstrucción del Estado y así justificar, legitimar, la operación centralizadora que sigue ahí, sin ser vista.
Ésta es la encrucijada actual que los buscadores adelantados del poder han preferido esconder o soslayar, como si por la vía de la fuga a los lados este cuadro complejo y peligroso pudiera disolverse o ser dejado atrás. La necesidad de centralizar, sin embargo, no puede ser más un equivalente de la resurrección de un presidencialismo que en buena medida inventamos y mitificamos. Tampoco puede ser vista como la invitación a un espacio de excepcionalidad jurídica y política dictado y justificado por la emergencia, una que nadie o muy pocos en el Estado parecen dispuestos a tomar en serio.
Lo que está sobre la mesa, como asignatura pendiente y hasta la fecha no cursada por la transición, es la reforma profunda del poder y su ejercicio, del régimen intocado pero también vetusto y erosionado que nos lleva una y otra vez a callejones sin salida conocida. Y para esto, que es lo crucial y vital de la hora, no hay más vía que más democracia y participación, hasta empatar necesidad con realidad y desafío con destrezas políticas y audacias intelectuales: imaginar de nuevo la comunidad que podemos ser en medio de este duro, hostil y rejego mundo de la cuasi guerra y la postglobalidad en crisis.