yer, en la jornada inaugural de las audiencias públicas: Alternativas de regulación de la mariguana, que organiza el Congreso de la Unión, el representante en México de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), Antonio Mazzitelli, sostuvo que todo el uso de productos farmacéuticos a base de mariguana está permitido por las convenciones internacionales
; afirmó que los estados no tienen por qué impedir la circulación y la utilización de medicamentos que pueden aportar un beneficio a quien hoy sufre
, y puso de ejemplo que desde hace más de 15 años Naciones Unidas promueve el uso de la morfina, derivado del opio.
Los dichos del funcionario abonan al debate vigente en torno a la pertinencia y necesidad de despenalizar las drogas ilícitas o sólo algunas; de hacerlo exclusivamente con fines medicinales o permitir su uso recreativo
. Debe reconocerse, en primer lugar, que el hecho mismo de que esos planteamientos hayan sido formulados ante la principal instancia legislativa del país –es decir, en el espacio institucional donde se debaten y aprueban las leyes– constituye un avance en el debate en torno a las drogas ilegales y su consumo. Por añadidura, ese debate se produce en un momento en que se extiende, en sectores amplios y crecientes de la opinión pública internacional, un consenso sobre el fracaso de la llamada guerra contra las drogas
declarada por Estados Unidos hace décadas, y de la necesidad de cambiar de paradigma de políticas públicas en torno al manejo de los estupefacientes.
México no ha sido ajeno a ese debate: debe recordarse, como referentes obligados, el caso de Grace Elizalde, una niña de ocho años cuya familia emprendió y ganó una batalla legal que derivó en la autorización del Estado mexicano para importar un aceite de mariguana necesario para el tratamiento de la menor, así como el amparo otorgado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación a cuatro usuarios de cannabis para producir ese estupefaciente para consumo personal.
Ambos hechos, registrados en el segundo semestre de 2015, son emblemáticos de una institucionalidad que se ha visto obligada a modificar posturas anquilosadas frente a una sociedad civil que reclama, cada vez con mayor determinación, el respeto a la libertad de decidir qué sustancias consume y cuáles no.
Las estrategias basadas en la prohibición aplicadas en el último medio siglo simplemente no han logrado atenuar –ya no se diga eliminar– el problema de adicciones; por lo contrario, se ha evidenciado el vínculo causal entre el reforzamiento de la persecución policiaco-militar y el fortalecimiento de los grupos criminales dedicados al narcotráfico.
Sería preocupante que, mientras en el mundo cobran fuerza los intentos por articular en forma coherente una nueva percepción del fenómeno del narcotráfico y por reformular una idea precisa y completa de cómo hacerle frente, nuestro país continúe empecinado en un modelo de política antinarcóticos totalmente rebasado, que abona a la descomposición institucional, militarización de la vida pública y desintegración social.
Cabe desear que las discusiones que se desarrollan en el Congreso de la Unión en torno al tema ayuden a que el cambio de enfoque que ha comenzado a darse en el terreno judicial transite al ámbito legislativo. Lo menos que se puede pedir a las autoridades del país, ante la oleada de violencia asociada al narcotráfico que se sigue cebando sobre la población, es un balance honesto, objetivo y equilibrado en torno a la conveniencia de seguir en un paradigma que no parece tener mucho futuro en el mundo.