l ex presidente de la Generalitat de Cataluña Carles Puigdemont fue detenido ayer en Alemania, luego de llegar a ese país procedente de Dinamarca, en ejecución de una orden de arresto emitida por el Tribunal Supremo de España, el cual lo requiere por los cargos de rebelión y malversación que le fueron formulados por el gobierno de Mariano Rajoy, tras el referendo independentista organizado por el gobierno catalán el primero de octubre del año pasado y después de la consiguiente declaración de independencia en suspenso que fue pronunciada por el propio Puigdemont nueve días más tarde.
La respuesta del régimen español no se hizo esperar: el 27 de octubre, el senado madrileño aprobó la aplicación del artículo 155 constitucional, a fin de intervenir las instituciones catalanas y emprender la persecución de los funcionarios gubernamentales y líderes políticos separatistas. Tras la detención de varios de sus colaboradores, Puigdemont huyó a Bruselas y desde entonces, en el exilio, había denunciado el autoritarismo del gobierno de Rajoy –el cual cuenta con el respaldo de su propio partido, el Popular (PP), y el del Socialista Obrero Español (PSOE)– y promoviendo la causa de la independencia catalana.
Con la detención del ex presidente Puigdemont en Alemania el problema entre Barcelona y Madrid entra en una nueva etapa: la internacionalización de causas judiciales que tienen un innegable cariz de persecución y venganza políticas y son resultado de la incapacidad de La Moncloa para comprender las causas profundas del independentismo catalán.
Cierto que meter a la cárcel a un puñado de dirigentes separatistas puede obstaculizar y retrasar la causa independentista, pero no la erradicará. Ha logrado, en cambio, agudizar la fractura social entre españolistas y catalanistas, polarizar las posiciones y desvirtuar la idea de que el Estado español es una democracia funcional, capaz de procesar las reivindicaciones sociales y las diferencias en el marco institucional.
Resulta deprimente, en efecto, asistir a una cacería paneuropea motivada por razones políticas y constatar que en la Europa de las pretendidas libertades y derechos se otorga a dirigentes nacionales pacíficos un trato judicial y policial que debiera estar reservado para delincuentes peligrosos, así como a la fabricación de delitos en nombre de una razón de Estado –la unidad de España– que tiene su raíz en una conocida consigna de la dictadura franquista.
Es deplorable, por último, que otros socios de la Unión Europea, como Alemania, acepten el juego insensato y autoritario de Madrid, pues con ello se degrada de manera inevitable el sentido mismo de la institucionalidad europea y sus mecanismos legales. No puede soslayarse que esos mecanismos tendrían mejores objetivos en los traficantes de personas y de drogas, integristas de extremada peligrosidad social, asesinos seriales y políticos y aristócratas corruptos –muchos de ellos, afiliados al partido de propio Rajoy– que pululan por el Viejo Continente sin que nadie los moleste.