n cuanto el arquitecto nos entregó la casa, ya en noviembre, corrí a las tiendas para habilitarla de manera que mi hermano y su familia pudieran estrenarla apenas llegaran de Zúrich, Filadelfia y San Francisco a la Ciudad de México, a pasar aquí las fiestas de fin de año, lo que tradicionalmente han hecho desde siempre. Digo tradicionalmente, pero preciso que, durante décadas, la tradición se cumplía en la casa de familia y que, muertos nuestros padres, se renovó en casa de nuestra hermana. Y fue cuando ella murió, que yo he querido retomar la tradición, precisamente en la casa que heredé y que W y yo reconstruimos, con miras a mudarnos a ella para nuestras estancias en la ciudad, mientras sigamos alternándolas con las de Cuernavaca. Sin embargo, lo cierto es que mi pretensión de creer que yo podía competir con mamá o con mi hermana por lo que hace a ser la perfecta anfitriona, maestra hospitalaria y consumada ama de casa, fue un entusiasmo tan distante de mi realidad que, a meses de haberlo echado a andar, sigue causándome inquietud y angustia, además de culpa y, en síntesis, desesperación. ¿Por qué pretendí que yo podía ser, o aspirar a ser, exactamente lo opuesto a como soy?, me pregunto, despierta, insomne, en todo momento acongojada.
Si en sí mismo mi paso por las tiendas ya era una alteración radical y un cuestionamiento absoluto de mi cotidianidad, haber tenido que llevarlo a cabo tan de prisa, pues ni contaba con tiempo para cumplirlo con la propiedad que la ocasión merecía, ni poseía el conocimiento y la destreza que la muy especial circunstancia igualmente merecía, fue una afronta que puso a prueba, no mi disposición a enfrentarla, sino mi capacidad para hacerlo con los resultados que se podrían esperar de una mujer de mi edad y condición. Soy una viuda con una añosa historia de una vida de anfitriona, hospitalaria y ama de casa que no puedo negar, pero que, debo advertir, por más que me pese, que no lo fui sino porque lo fui asistida enteramente, precisamente por mamá y por mi hermana. En mi nueva vida de casada, W fue el primero en padecer mi calidad de mujer que sabrá latín, pero que, es innegable, no sabe casi nada más, ciertamente, ignora lo que es llevar una casa y ser una anfitriona maestra en la hospitalidad. W sabe algo más, que aparte de que no soy nada de esto y, lo peor, que a estas alturas ya no estoy dispuesta a intentar serlo, es decir, salvo cuando el entusiasmo se apodera de mí y pretendo habilitar bien la casa recién reconstruida que W y yo dispusimos que mi hermano y su familia estrenaran cuando llegaran a la Ciudad de México a pasar, por primera vez en esta casa, las fiestas de fin de año con nosotros. Pero W no se ha limitado a conocer esta desnuda verdad mía de cuanto no soy, ni a condescender valientemente ante ella, pues, quizá más admirablemente para mí, desde el principio de nuestra unión se ha empeñado en afirmarme que él ni lamenta ni padece estas carencias mías, y que lo único que espera de mí es que me dedique a ser lo que soy, la mujer que sabe latín, y que me entregue a serlo indiferente a todo lo demás, todo lo que temo que se esperaría que yo debería ser.
Mi hermano y su familia llegaron apenas con tiempo para comprar lo que hacía falta y preparar la cena de Nochebuena. Y así fue cómo W y yo, con ellos y con la familia de otro de mis hermanos, celebramos, por primera vez en esa casa, la fiesta tradicional por excelencia de fin de año. Y la celebración pasó, y pasó bien. Al día siguiente, sin embargo, cuando mi hermano sacó del refrigerador los restos de la cena para el recalentado, se dio cuenta de que todo estaba echado a perder, pues el refrigerador no funcionaba. Al ver contra el costado una única tarjeta de imán, con un nombre y un número de teléfono, con autoridad llamó a Sergio Villa. Respetuoso, Villa lo escuchó, hasta que consideró oportuno identificarse. Comprendo, señor, pero yo soy el encargado de atender los pedidos de Regio Gas
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