ace 15 días, cuando en Madrid apenas se iniciaban los trabajos de la COP25, en estas mismas páginas me publicaron un texto en que alertaba sobre la trascendencia de esa cumbre mundial, como el foro para que las naciones lograran compromisos firmes que llevaran a evitar catástrofes futuras –ya inminentes– por el calentamiento del planeta: Última oportunidad
, se intituló.
Pues bien, la COP25 fracasó. Concluyó apenas el domingo pasado, dos días después de lo programado, sin acuerdos que permitan dar paso al optimismo sobre la salud de la Tierra. Se desoyó a la ciencia y predominó, como suele ocurrir, el interés económico de las grandes naciones emisoras de los gases de efecto invernadero a la atmósfera, entre ellos muy señaladamente China, Estados Unidos y Brasil.
Los delegados de casi 200 países que participaron en la cumbre no lograron sellar compromisos concretos para reducir la emisión de los gases de efecto invernadero y tampoco fueron capaces de alcanzar mínimos consensos para fijar reglas de funcionamiento de los futuros mercados de carbono entre países y empresas, un proceso que debe contar con sistemas de verificación y normas claras para evitar la doble contabilidad, es decir, que las reducciones de gases contaminantes se las anoten mañosamente el país que compra y el que le surte.
A lo largo de las más de dos semanas que duraron los trabajos fue evidente la distancia existente entre los países decididos a multiplicar esfuerzos y aquellos que no están dispuestos a asumir compromisos adicionales que afecten hoy, de algún modo, sus intereses económicos.
Resultó clara la conformación de tres bloques de países: aquellos encabezados por la Unión Europa, que empujaron con insistencia para que los gobiernos asumieran la necesidad de llevar a cabo una revisión al alza de sus contribuciones para evitar el calentamiento global, si en verdad existe la voluntad de que la temperatura del planeta no suba más de 1.5 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales, contra las potencias que mayores emisiones de gases producen y que fueron renuentes a sellar acuerdos de fondo. El tercer bloque, como siempre, integrado por los gobiernos de las naciones indiferentes, poco comprometidas o pobres.
En este sentido, el multilateralismo se resquebrajó. Las mismas presiones y enfrentamientos entre países que se viven en otros ámbitos, se filtran irremediablemente en las negociaciones climáticas.
Antonio Guterres, el secretario general de las Naciones Unidas, admitió su frustración: “Estoy decepcionado con los resultados. La comunidad internacional perdió una oportunidad importante para mostrar mayor ambición… pero no debemos rendirnos”.
A estas alturas del siglo XXI es un hecho que los estados tienen la obligación indeclinable de velar por la salud del planeta. Hoy pocos pueden tener dudas de que el costo de no hacer nada será muy superior en unos cuantos años al que supone alcanzar compromisos y actuar con tiempo.
Voltear la vista hacia otro lado y hacer caso omiso a la emergencia, sólo contribuye a agravar la crisis climática, la enfermedad que la humanidad está enfrentando. Son las medidas concretas y ya no más los discursos huecos, falsos, las que permitirían –en todo caso– modificar las voluntades políticas en el combate contra el calentamiento global.
Lograr la descarbonización de la economía global exige una verdadera reconversión industrial y tecnológica, muy complicada, a la que los países más pobres y los más desiguales del planeta no sólo no pueden aspirar, sino que ni siquiera alcanzan a ver ni a entender. Sus prioridades, en los días actuales, están muy lejos de prever el futuro. Viven el día y emplean sus recursos, en el mejor de los casos, en lo urgente y como van pudiendo.
Es un hecho que de esa reconversión depende, sin exagerar, la viabilidad futura del planeta. Ni más ni menos. Pero dadas las terribles asimetrías imperantes en el mundo, la transición debe ser adoptada por los más desarrollados, sin mezquindades, y llevada a cabo no sólo de manera equilibrada, sino además justa.
Según las notas periodísticas más confiables, al margen del escaso balance político de la cumbre, algo de lo más destacable fue la presión ejercida en paralelo por los movimientos ecologistas, los colectivos civiles y las generaciones más jóvenes, además de la sólida comunidad científica, los cuales tuvieron mayor intensidad y visibilidad que nunca antes.
Resultados prácticamente nulos como los vistos, luego de tantos esfuerzos por construir en Madrid, conducen a una conclusión poco esperanzadora: se agranda la desconexión existente entre los gobiernos y la ciencia, respecto de la crisis climática y a la urgente necesidad de actuar.
La indolencia y los intereses económicos han predominado, una vez más, sobre el conocimiento. Pero ya no hay tiempo. La ciencia debe insistir. Tiene la razón y no puede, no debe, seguir siendo desoída.