enaro García Luna, ex secretario de Seguridad Pública durante el gobierno de Felipe Calderón y responsable de la estrategia implementada contra el crimen organizado en dicho mandato, enfrentará juicio en Nueva York, acusado por tres cargos de narcotráfico y falsedad de declaraciones. Este hecho nos remite a dos realidades que comienzan a normalizarse en la justicia mexicana: por un lado, los nexos entre funcionarios públicos de México con el crimen organizado, y por otro, el papel que el poder judicial estadunidense juega en los procesos penales de los funcionarios de nuestro país.
Si de algo se jactó García Luna durante sus mandatos en la administración pública, fue de ser un ferviente estudioso del modelo estadunidense de seguridad; remarcaba que instituciones como el FBI tendrían que ser el ejemplo a seguir en México. No deja de resultar irónico que uno de los policías más reconocidos y apoyados por los gobiernos de Bush y Obama en su momento, hoy sea procesado por las propias autoridades norteamericanas. Igual de irónico resulta que sea el país que cuenta con el mercado más grade de consumo de drogas en donde se procesen este tipo de casos.
Que estos hechos inéditos sucedan en Estados Unidos y no en México da cuenta de nuestra debilidad institucional en lo que respecta al estado democrático de derecho. Basta recordar que Joaquín Guzmán Loera se evadió en dos ocasiones de cárceles mexicanas y, una vez reaprehendido tras la segunda fuga, la única posibilidad de asegurar su cautiverio fue justamente enviarlo por medio de la extradición a Estados Unidos. Hoy es muy probable que una de las consecuencias de esto sea precisamente la detención de García Luna ante la posibilidad de que testigos como Jesús Zambada dieran cuenta de la vinculación de este personaje con los cárteles de las drogas.
Otro signo reciente de amplia debilidad de nuestras instituciones en materia de seguridad y justicia es lo sucedido en Culiacán con Ovidio Guzmán, quien fue liberado frente a la evidente superioridad en fuerza del crimen organizado con respecto a las instituciones municipales, estatales y federales.
Esta debilidad institucional es aprovechada por Estados Unidos. Mucho se puede criticar que el sistema de justicia estadunidense recurre constantemente a testigos protegidos y a esquemas de negociación con criminales, pero en casos como éste puede resultar una oportunidad al tener acceso a información delicada que difícilmente se podría obtener por otros medios probatorios.
La detención de García Luna es inédita por haber ocupado un cargo de secretario de Estado, pero es uno que se añade a la lista de ya varios ex gobernadores y funcionarios que han sido procesados en Estados Unidos con mayor efectividad que aquellos que se procesan en México. Si nos remitimos algunos años atrás, la lista la inicia Mario Villanueva, ex gobernador de Quintana Roo, quien fue acusado de lavado de dinero y tráfico de droga y cuyo proceso fue llevado por la misma fiscalía de Manhattan.
Corren la misma suerte otros ex gobernadores como Tomás Yarrington, acusado por la DEA de lavado de dinero, tráfico de drogas y de recibir financiamiento de cárteles para evitar su persecución en Tamaulipas. Su sucesor en la gubernatura, Eugenio Hernández, está acusado por los mismos delitos. Ambos ex mandatarios fueron investigados por la DEA y autoridades del estado de Texas, donde realizaron fraudes bancarios y operaciones con recursos de procedencia ilícita. Jorge Torres López, ex gobernador interino de Coahuila, fue acusado también por fraude y operaciones con recursos de procedencia ilícita, procesado en una corte de Texas e investigado por la DEA por asociación delictuosa.
Otro caso reciente de alta relevancia es el del ex fiscal de Nayarit, Edgar Veytia, quien estando en funciones fue acusado de tráfico de drogas, sobornos y portación de armas, entre otros delitos. Su complicidad con un cártel local se expresó en el uso de la fuerza pública para atacar violentamente a cárteles contrarios.
Más aún, procesos recientes llevados a cabo en Estados Unidos en contra de integrantes del crimen organizado, han develado esquemas de macrocriminalidad y violaciones de los derechos humanos en México. Basta recordar el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa: a partir del juicio en la Corte de Illinois, Chicago, se pudieron obtener pruebas irrefutables que dan cuenta de que Guerreros Unidos es una banda delincuencial de carácter trasnacional que contaba, al momento de los hechos, con vínculos políticos en distintos niveles de gobierno y que ello le otorgaba un control territorial absoluto.
Lo mismo devela la investigación de la Clínica de Derechos Humanos de la Universidad de Texas con el título Control… sobre todo el estado de Coahuila al analizar los testimonios que brindaron integrantes de la banda criminal Los Zetas en las cortes de San Antonio, Austin y Del Río, Texas. El estudio expone el pago de sobornos millonarios por parte de Los Zetas a los ex gobernadores de Veracruz, Fidel Herrera, y de Coahuila, Humberto y Rubén Moreira, lo que le brindó el control total de los estados y facilitó abusos a derechos humanos como desapariciones, ejecuciones y desplazamientos forzados.
La detención de Genaro García Luna y los procesos penales seguidos en Estados Unidos en contra de ex gobernadores, ex fiscales y miembros del narcotráfico dan cuenta de que el surgimiento y proliferación de las bandas del crimen organizado en México ha sido posible gracias al poder político que les ha dado protección y poder. Y es justamente la impunidad, como máxima expresión de la ineficacia de nuestras instituciones de justicia, el mayor incentivo para que esto siga sucediendo.