e estima que en el planeta se han extinguido entre cinco y 10 millones de especies de insectos, lo cual supone entre 40 y 60 por ciento de la diversidad del grupo más grande de animales. Asimismo, la variedad de esas familias de organismos desaparecida asciende a entre cinco y 10 veces el total de las especies de seres vivos conocidas por la ciencia; es decir, que en las recientes décadas se han perdido para siempre ramas enteras del árbol biológico sin que llegáramos siquiera a conocer su existencia y ser capaces de calibrar su importancia para el equilibrio ecológico.
Otro ejemplo palpable del dramático declive de la biodiversidad se encuentra en las aves rapaces –halcones, águilas, buitres, búhos, lechuzas y muchas otras, fundamentales por su papel regulador de las poblaciones de animales que constituyen su cadena alimenticia–, de cuyas 557 especies casi la tercera parte enfrenta algún grado de riesgo de extinción, y 18 se encuentran en peligro crítico.
El carácter sistémico de esta crisis se refleja en el dato de que, incluso si todavía no pueden clasificarse como en riesgo, en más de la mitad de las especies de estas aves está disminuyendo la población.
Éstos son sólo un par de ejemplos de las sombrías perspectivas con que el viernes comenzó sus trabajos el Congreso Mundial de la Naturaleza, que reúne a miles de expertos en la conservación de la biodiversidad en Marsella, Francia. Como resulta inevitable en una problemática de escala planetaria, los factores que explican el declive de la biodiversidad son múltiples, complejos y en ocasiones contradictorios, pero quizá Bruno Oberle, director general de la Unión por la Conservación de la Naturaleza, organizadora del evento, los resumió al expresar que “estamos pidiendo demasiado al planeta; estamos, tomando, tomando… y no cuidamos nuestros recursos”.
Asimismo, es lógico que la atención se centre en el impacto del cambio climático causado por la emisión de gases de efecto invernadero. Este fenómeno es directamente responsable de la pérdida de hábitats para miles de especies mediante procesos tan visibles como el incremento de los incendios forestales, el derretimiento de glaciares y casquetes polares; o la muerte de los arrecifes de coral debido a la acidez de los mares, causada por el incremento de la temperatura global.
Sin embargo, hay otras formas en que la actividad humana cataliza el declive de la biodiversidad, las cuales pueden ser menos publicitadas, pero no menos nocivas.
En primer lugar, debe señalarse a la agroindustria, que ha suplantado los métodos desarrollados en armonía con el entorno para imponer procesos orientados no a la producción de alimentos, sino a la generación de ganancias para trasnacionales y sus accionistas.
Expresarlo en esos términos no significa romantizar la agricultura tradicional, los saberes ancestrales o a sus portadores, sino reconocer el hecho científico de que el uso indiscriminado de fertilizantes y plaguicidas químicos, el monocultivo en grandes superficies, la mecanización extrema (con su consecuente dependencia de los combustibles fósiles), la sustitución de los cultivos requeridos por las poblaciones locales para hacer lugar a productos de exportación, y la destrucción del tejido social campesino acarrean más problemas de los que pretenden solucionar.
Así, monocultivos y plaguicidas se encuentran entre los principales causantes de la desaparición de insectos polinizadores y otras especies benéficas tanto para los ecosistemas como para la humanidad; mientras la primacía del agro orientado al mercado internacional ha dejado tras de sí una estela de pauperización y violaciones a los derechos humanos de los campesinos en todo el mundo, como demuestra de forma tristemente ejemplar el caso del valle de San Quintín, en Baja California.
El escenario, ya se dijo, es sombrío; mas no irreversible. Para evitar la catástrofe en todos los órdenes de la vida que supondría seguir en este camino de devastación, es necesario hacerse eco de la consigna enarbolada por los activistas presentes en el Congreso Mundial de la Naturaleza: cambiemos el sistema, no el clima.
Sin duda, que organizaciones indígenas de todo el planeta tengan voz y voto por primera vez en este encuentro de expertos es un paso esperanzador en esa dirección, y cabe esperar que marque un punto de inflexión en la conciencia global acerca de las alternativas al modelo económico y los patrones de consumo actuales.