a avalancha de indignación suscitada por algunas frases dichas por Gérard Depardieu, el más grande actor francés en vida, parece no sorprender a nadie. Esas palabras del genial comediante, que remontan a 2018 durante una visita a Corea del Norte, fueron difundidas por France Télévisions en el programa Complément d’enquête en este mes. De inmediato, se les consideró salaces, obscenas, sexistas, humillantes para las mujeres, con visos pedófilos. Los gritos de ira, protesta y escándalo no se hicieron esperar y surgieron precisamente de donde también provenían las expresiones que indignaban al público: los medios de comunicación. Y siguiendo la tendencia del menor esfuerzo que es copiar a los otros en lugar de intentar pensar por sí mismo, una vez instalada la uniformidad de la palabra se instala el pensamiento único en todos... o casi todos. Quien se atreva a decir lo contrario, a oponerse al legítimo y digno enfado de una mayoría absoluta que ha dejado de ver en Depardieu al ídolo del teatro y la cinematografía francesa, quien se desvíe, pues, unos escasos milímetros del nuevo orden declarado e impuesto, deberá arder en la misma hoguera donde arde el actor.
Después de las acusaciones, los insultos y la condena en un linchamiento mediático rara vez visto desde el caso Dreyfus, Gérard Depardieu parece quedar excluido de la sociedad, la buena sociedad
de conformistas y biempensantes. ¿Cuáles fueron esas palabras criminales que merecen reprobación y repudio? Frases que no hace mucho tiempo habrían podido ser dichas por un machista cualquiera, un tipo común, el hombre de la calle, sin que nadie pusiera gran atención ni se diese el trabajo de indignarse. Lo tenebroso del asunto es que, si se sigue la secuencia presentada
por las imágenes filmadas, el soez monólogo de Depardieu parecería aludir a una niña de unos 12 años que monta a caballo. Y, para montar a caballo, abre las piernas al sentarse encima del lomo del animal. Depardieu dice que ve la mano de la niña rascarse entre los muslos. Conclusión: el gran comediante es un espeluznante pedófilo, violador de infantas, un ser a quien debe retirarse la Legión de Honor, según la ministra de la Cultura, sacar su estatua de cera del museo, aislarlo, censurar las películas donde aparece, en suma, demoler y volver polvo al ídolo, no dejar visible ni su sombra tambaleante.
Algunas voces en su defensa se levantan aquí y allá. El furor y el ruido de un lado, el susurro y la timidez del otro. De pronto, cuando nadie se lo esperaba, se escucha una voz potente que nadie en Francia puede dejar de oír: Emmanuel Macron, presidente de la nación, toma la defensa del actor, rechaza la obediencia al orden moral y recuerda que, por el momento, hay presunción de inocencia puesto que aún no hay juicio.
Lo verdaderamente inquietante del asunto no es el pretendido machismo o la obscenidad de las palabras del actor francés. Lo realmente peligroso es la castración de la lengua, en este caso, de la lengua francesa. Castración y empobrecimiento de la mente. Así, los más sensatos y sabios, como el fino historiador y cronista Marc Menant, se alarman ante este linchamiento, no de Gérard Depardieu, sino del francés. De la bella lengua de Rabelais y Baudelaire, de Sade y Molière. Un idioma tan rico que subsiste a las agresiones, a los intentos de esterilización, a la política correcta, a la cancel culture, al delirio feminista que ve acoso donde no hay sino declaración de amor y del hacer la corte a semejanza de antiguos trovadores.
Una lengua de igual estatura a nuestro español de Juan Rulfo y José Gorostiza.
Tal como Gérard Depardieu no sería el gigantesco actor que es, si no fuera el monstruo impúdico, lúbrico y obsceno de ese franco hablar de ternura y sensualidad, las lenguas, francesa, española u otra, dejarían de ser los instrumentos del pensamiento que son, sin la riqueza infinita de cada una de sus palabras.