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Regreso a Argelès-sur-Mer: memoria y exilio
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ui a conocer la playa donde vivió mi abuelo. Lo hice tratando de despojarme de melodramas, pero atento a lo que significó, para mí, observar el horizonte desde Argelès-sur-Mer.

Sí, ahí estuvo un campo de concentración para refugiados españoles en 1939. Eran, muchos de ellos, soldados republicanos, pero también trabajadores y campesinos, una multitud que había perdido todo, no sólo una guerra. Llegaron, de España, por diversos puntos de los Pirineos, en una marea humana incontenible.

En una tarjeta de presentación, Joaquín Jardí Porres escribió: periodista, residencia, la intemperie.

Pudo haber puesto en su pequeña hoja de papel, que se conservó a través de las décadas, mayor capitán del Ejército de España, pero optó por su oficio primero, el que ya nunca volvió a ejercer, como nunca volvería a Cataluña, ya que murió en México antes de que existiera la posibilidad de su retorno.

¿Qué me habría dicho, de comentarle que visitaría Argelès para observar ese mar que tanto odiaba? ¿Por qué nadie de la familia había tenido la curiosidad o la osadía de acudir a ese pequeño pueblo costero en Occitania, en los Pirineos Orientales en Francia?

“¿Estas loco?”, se habría y me habría preguntado, pero eso no puedo saberlo, aunque lo imagino al detenerme y observar los rostros de los desterrados en las fotografías que se conservan en el Mémorial du Camp, un sitio organizado con precisión en unas pocas salas, pero que tienen el objetivo, y lo logra, de mostrar aquel pasado de acero y violencia.

Me impresionó una bola, como las plantas rodantes del desierto, aunque en este caso se trata de una muestra del alambre de púas que delimitaba el campo de concentración en la playa norte, el que se extendía por un kilómetro y medio, y además era vigilado por el 24 regimiento de tiradores senegaleses.

Los alambres de púas a los costados y enfrente los muros del agua. Sí, es bello el lugar, pero por eso debió de desplegarse en crueldades todavía más severas, extrañas.

Cuesta trabajo imaginar los primeros días, a la intemperie, sin más cobijo que el de las propias ropas gastadas y quizá una maleta como almohada. Lo pensé sentado en una banca, tratando al menos de intuir las penalidades del momento.

Alguien me preguntó: “¿Y tú como llevas eso de ir al lugar donde estuvo encerrado tu abuelo?” Le doy vueltas y no tengo respuestas. Durante años imaginé tomarme un vino a la salud de los viejos, de lo que perdieron y ganaron. No lo hice, no pude. Llovía, es verdad, pero ahora sé que era un pretexto. En el fondo, consideré que era un agravio el hacerlo.

¿Qué llevarme de recuerdo? Descarté, por supuesto, lo tradicional, porque se me hizo impropio. Opté por cinco piedras que colecté en el camino de la playa. La familia que salió de España. Madre y padre, y tres hijos.

Sé que mi abuelo fue afortunado, aunque sus cicatrices pudieran decir lo contrario, pero abandonó Francia antes de que llegaran los nazis y eso hizo una diferencia, vital en toda la extensión de la palabra.

Pero siempre, de alguna forma, estuvo en Argelès. Creo que yo lo estaré también, por toda la catarata de sentimientos que se condesaron en unas pocas horas, las de un domingo en la tarde hasta un lunes al mediodía.

Soy empático con quienes migran, sería terrible no serlo, pero creo que ahora tengo una perspectiva que toca todos los sentidos.

Entre febrero y junio de 1939, unos 100 mil refugiados transitaron por esa playa, aunque por la enorme movilidad y los diversos traslados a otros lugares de detención, la cifra es aproximada. Agustí Bartra, por ello, escribió El Cristo de los 200 mil brazos.

Entre la arena, ahora hay un monolito con la siguiente inscripción: en Argelès “no olvidamos La Retirada y los campos de 1939. En una Europa reunificada y en paz hay que preservar esta memoria para las generaciones futuras, 1999”.

Ojalá que así sea, aunque vientos muy parecidos a los que ya soplaron acechan otras playas, otros Argelès.