n medio de una frágil y tensa calma, este lunes vencen las 72 horas previstas en el ultimátum exterminador de Donald Trump y Benjamin Netanyahu para que los grupos de la resistencia palestina inicien la entrega de los cautivos israelíes, vivos o muertos, lo que daría lugar a la liberación de prisioneros de la insurgencia en las cárceles del régimen sionista y la reanudación de la entrada de ayuda humanitaria a las zonas devastadas por los bombardeos de Tel Aviv.
Elaborado por el principal asesor de Netanyahu, Ron Dermer; el yerno de Trump, Jared Kushner –quien oficia como representante del clan familiar inmobiliario en Medio Oriente–, y el enviado especial Steve Witkoff (un multimillonario y también inversor y empresario inmobiliario), el plan de los “20 puntos” presentado en la Casa Blanca el lunes 6 de octubre era una orden de rendición incondicional a la resistencia palestina, después de que durante dos años las operaciones militares asimétricas del régimen de ocupación y apartheid israelí no habían logrado varios de sus objetivos iniciales: liberar a la totalidad de los cautivos del 7 de octubre de 2023 (muchos fueron devueltos después de negociaciones, interrumpidas luego por el rompimiento unilateral de la tregua por Netanyahu, y otros asesinados por los bombardeos israelíes); salvo en muy pequeña medida, no se desmanteló la infraestructura crítica de la resistencia, en particular, su vasta red de túneles; no se logró afectar la capacidad operativa de los comandos urbanos ni la capacidad de la resistencia para reponer las bajas en sus filas, y a pesar del desplazamiento forzado de 900 mil gazatíes, no se logró tampoco expulsarlos al exterior.
Con Trump como “comunicador llave” de una guerra sicológica-propagandística amplificada urbi et orbi por los medios hegemónicos occidentales como reproductores de la voz del amo, la propuesta no fue para poner fin a la guerra por hambre genocida en Gaza. El mensaje fue la rendición total o la muerte. Fieles a sus prácticas mafiosas, Trump y Netanyau querían que los palestinos firmaran el acta de su genocidio. El mensaje fue: se toma o se deja, por las buenas o por las malas. La resistencia palestina debía renunciar a su lucha por la liberación nacional y someterse a la subyugación de Israel y Estados Unidos. Lo que introdujo en un terreno minado a los delegados de Hamas y la Yihad Islámica, en representación de otras facciones de la resistencia, de cara al inicio de la ronda de “negociaciones” en Egipto a comienzos de la semana pasada, como continuación de la discusión de los borradores de alto al fuego redactados por Witkoff y Dermer, formalmente acordados el 18 de agosto último y aceptados en 98 por ciento por la resistencia, pero rotos por el intento de la aviación israelí de asesinarlos el 9 de septiembre, en Doha, Qatar.
El reto que tenían ante sí los delegados de la resistencia era cómo elaborar una respuesta a Trump que afirmara el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación y, al mismo tiempo, persuadiera al omnipotente mandatario imperial a obligar a Israel a cesar su guerra genocida. La respuesta llegó antes de que expirara el ultimátum. Y fue una apuesta estratégica; no fue una aceptación incondicional de las demandas de Trump, pero el texto tampoco contenía ningún párrafo que rechazara explícitamente ninguno de sus términos. Su objetivo era buscar soluciones al reconocer a Trump, vinculándolo más estrechamente a una alianza diplomática con países árabes y musulmanes, y enviando el mensaje de que Hamas aceptaba la “esencia” del plan. Pero también necesitaba preservar los derechos palestinos y, lo más importante, aplazar cualquier respuesta sobre la mayoría de los términos establecidos en la propuesta. El objetivo clave era lograr un alto el fuego inmediato en Gaza y lograr la aprobación de Trump para frenar la sed de sangre de Netanyahu y su gabinete de sádicos talmúdicos, y frustrar el proyecto del Gran Israel.
La parte palestina sabía que lo que Trump más deseaba oír era un compromiso inequívoco de liberar a todos los cautivos israelíes restantes y que Hamas renunciara al poder en Gaza. En principio, aunque la entrega de los cautivos era renunciar a su única ventaja, Hamas ya había ofrecido firmar un acuerdo de “todos por todos”: los rehenes, a cambio de los presos palestinos. También afirmó repetidamente que cedería el gobierno de Gaza a un comité “tecnocrático” independiente compuesto por palestinos. Pero planteó que esas liberaciones debían estar sujetas a una hoja de ruta claramente definida y garantizada para el fin del genocidio, la retirada de las fuerzas israelíes de Gaza y la reanudación del suministro de alimentos, medicamentos y otros artículos esenciales. Y dejó sin mencionar el asunto del desarme unilateral y perpetuo de la insurgencia, considerada una línea roja cuyo cruce constituiría una renuncia a los derechos palestinos –reconocidos por las normas del derecho internacional– a la resistencia armada contra la ocupación israelí.
El viernes 10, cuando el alto al fuego en el territorio entraba en vigor, en una declaración conjunta, Hamas, la Yihad Islámica y el Frente Popular para la Liberación de Palestina reiteraron que cualquier decisión sobre el futuro gobierno de Gaza es “un asunto interno palestino”. Hamas está debilitado, pero no derrotado: ha conseguido alcanzar sus objetivos estratégicos al preservar su unidad y liderazgo político-militar, y su sistema de mando y control en Gaza. No se produjo ninguna escisión en sus filas ni surgió un grupo sustituto. Y alcanzó dos logros importantes: haber devuelto la causa palestina al centro de la atención mundial y la liberación de prisioneros. Israel es un Estado paria y deberá pagar por sus crímenes de guerra. Y Trump, cómplice del genocidio, dirigirá hoy, en Egipto, otra puesta en escena. El show debe continuar.