Marc Saint-Upéry
Rawls, o la libertad con justicia
El filósofo estadunidense John Rawls murió
el pasado 24 de noviembre. Con el alemán Jürgen Habermas, quien
mantuvo con él un diálogo sostenido, Rawls era el autor más
comentado en el campo de la filosofía política desde la publicación
en 1971 de su obra principal, Teoría de la justicia.
Aunque los ideólogos de todas las tendencias se
llenan la boca con las nociones de libertad, igualdad y justicia social,
la falta de definición de estos términos en la retórica
política cotidiana es impresionante. Para el liberalismo económico,
la mano invisible del mercado acabará por resolver todos los problemas
de redistribución. Para el marxismo clásico, las leyes de
la historia garantizan la victoria final de un orden social igualitario,
así que no es necesario debatir las normas morales y políticas
de una sociedad justa. Contra estas tendencias, Rawls trató de establecer
criterios rigurosos. Su teoría es una variación sofisticada
sobre el tema clásico del contrato social.
Rawls parte de una idea sencilla: unas reglas equitativas
son aquellas a las que los contratantes pueden adherirse sin saber de antemano
qué beneficio personal van a lograr de su aplicación. Por
eso, elabora la ficción de una ''posición original" en la
que cada individuo tiene que imaginar principios de justicia válidos
bajo este ''velo de ignorancia". Rawls concluye que los participantes seleccionarían
dos principios de justicia básicos: los derechos y libertades cívicos
fundamentales deben ser incondicionalmente accesibles a todos; por razones
de eficiencia en la cooperación social y la producción de
riquezas, la desigualdad económica y social puede ser justificada,
pero sólo si hay completa igualdad de oportunidades iniciales y
si contribuye a mejorar sistemáticamente la posición de los
menos aventajados.
John Rawls era un liberal radical posicionado a la izquierda
del espectro político estadunidense. Sin embargo, su teoría
no provee una receta para la implementación práctica de la
justicia social. Sólo intenta establecer sus premisas profundas,
que pueden desembocar en varios dispositivos sociales concretos, como una
socialdemocracia avanzada o una democracia igualitaria de pequeños
propietarios.
El contexto contractualista de la teoría rawlsiana
es un ideal regulador, no una descripción de cómo las cosas
ocurren en la realidad. Muchos le reprocharon su carácter etéreo:
en el mundo social real, dicen, son las relaciones de fuerza y el uso estratégico
de las ventajas acumuladas, no las reglas abstractas, las que definen los
criterios de redistribución.
Esta crítica subestima el poder paradójico
de las normas y de las formas sociales, que se refleja en el dicho de que
''la hipocresía es un homenaje del vicio a la virtud". La formalidad
democrática es una ficción productiva. La construcción
de espacios públicos de argumentación y negociación
-con tal que sean siempre abiertos a nuevos actores y nuevos temas bajo
la presión de la lucha social- tiene la ventaja de limitar y deslegitimar
la prevalencia de los intereses egoístas y de las imposiciones autoritarias
en la elaboración del interés general. La alternativa es
la fuerza bruta de los dominantes o de los que saben mejor lo que el pueblo
necesita, como las vanguardias revolucionarias autoproclamadas.
El historiador marxista Perry Anderson sugirió
que a la teoría de la justicia rawlsiana le hacía falta una
teoría de la injusticia, de las estructuras concretas de dominación
que impiden o distorsionan la búsqueda de la justicia social. Una
interpenetración más íntima de las ciencias sociales
descriptivas y de la filosofía normativa podría fomentar
la articulación de estos dos niveles. Con estilos y enfoques diferentes,
economistas críticos lectores de Rawls, como el Nobel Amartya Sen
o el neomarxista John Roemer, trabajan en este sentido.
Todavía poco presente en una academia latinoamericana
que padece del legado de una caricatura de marxismo, de la recepción
acrítica de las modas teóricas de París o Berkeley,
del analfabetismo filosófico de la ciencias sociales y del carácter
disperso de la misma reflexión filosófica, el debate sobre
la obra de Rawls podría ser un remedio saludable al déficit
normativo del pensamiento de izquierda y a los vicios oligárquicos
del liberalismo criollo. Podría incluso enriquecer las discusiones
concretas sobre política fiscal o focalización de los subsidios
sociales.
En su país, las intervenciones públicas
de Rawls eran escasas, lo que lamentaban sus adeptos más militantes.
Sin embargo, es una triste coincidencia que esta gran conciencia de la
democracia desaparezca en el momento en que se desata la furia imperial
y clasista del gobierno más plutocrático que haya conocido
Estados Unidos desde al menos tres generaciones.
El autor de este artículo es editor, periodista
y traductor francés