¿LA FIESTA EN PAZ?
Leonardo Páez
Ponernos positivos
ES MUY SENCILLO que un torero unifique criterios
y convierta en "positivos" a los enemigos de una fiesta fraudulenta. Sólo
tiene que añadir a su sincera expresión delante del toro
el embrujo de la entrega incondicional. La respuesta no se hace esperar.
CON LA PAGINA de toros de La Jornada del
pasado lunes ocurrió algo insólito: no sólo estuvimos
de acuerdo Lumbrera Chico, José Cueli, el tal Páez y el fino
trazo de Sánchez de Icaza con respecto a la actuación de
David Silveti en la undécima corrida, sino que además, para
Ripley, coincidimos plenamente con la llamada crítica especializada.
¿QUE
OCURRIO EL 12 de enero en el semivacío coso que obligó
a cuantos en el DF todavía nos ocupamos de la llamada fiesta brava
a concordar, quizá por única vez, no obstante la diferencia
de ópticas e intereses que animan a cada uno?
DESDE LUEGO NO fue el trapío o la bravura
del encierro de Fernando de la Mora, débil en general, discreto
de pitones y soso, a excepción del cuarto y el sexto; ni tampoco
el lamentable desempeño de otro recomendado de Enrique Ponce, su
paisano Finito de Córdoba -friíto, cuando no le toca un toro
de entra y sal-, sin el menor respeto por la plaza, por el traje de luces
o por justificar las 104 corridas que toreó el año pasado
en España.
OCURRIO EL MILAGRO de volver a ver a un David Silveti
(47) no sólo dispuesto a jugarse la vida, sino también a
asumir el oficio tauromáquico como propuesta estética a partir
de una exigencia de interioridad en desuso.
LA PORTENTOSA VARA mágica del alma silvetiana
simplemente borró la asfixiante mecanización de los diestros
desalmados -codiciosos mercaderes de un arte dignísimo degradado
sobre todo por los "ases", asesinos de una profesión diametralmente
opuesta al frivolizado espíritu de la época-, y el fondo
y la forma de su gesta quedaron convertidos en modélico desempeño.
MAS QUE TOREAR con un profundo sentimiento, mucho
más que quedarse quieto en cada suerte inverosímil, bastante
más que haberse pasado a las reses a la mínima distancia
del cuerpo, la tauromaquia davideana estuvo marcada por la obsesión
patológica de gritar un mensaje íntimo e intemporal. ¿Qué
resonancias milenarias afloraron en aquellas pasmosas verónicas?
¿Qué ecos de belicosos chichimecas, celtas e iberos retumbaron
en esos dramáticos muletazos? ¿Qué misteriosas pasiones
guanajuato-irlandesas sostienen tanto ímpetu, luego de que "la ciencia"
lo desahució para el toreo?
EN EL HUBO hondas, profundas expresiones, gritos
intensos, hondura de razas que de nuevo se resisten a ser sometidas. Y
también ondas, movimientos de sublimación y de descenso en
la indiferente superficie de la arena, donde se sostuvo en frágil
equilibrio, suspendido en inefables poemas tauromáquicos. Flama
y flema, fuego y sosiego, llamas y calma, suntuosidad y juego. Y dos Juanes
heredando-atestiguando cada lance o pase, sin miedo, con clase. Y vibra,
versiones y química personales en una interminable longitud de onda
que perturbó el espíritu de cuantos miraron.
POR ESO EL lunes pasado quienes hacemos la página
de toros en La Jornada hasta "positivos" nos pusimos.