Jorge Santibáñez Romellón*
Hostias en vez de enchilada completa
El pasado 23 de enero, obispos católicos de Estados Unidos y de México emitieron una carta pastoral que enuncia de manera inequívoca la posición de la Iglesia católica de los dos países frente al tema de la migración internacional. Más allá de cualquier consideración de fe o de la opinión que cada uno de nosotros tengamos de la organización católica como tal, y aun de las respetables preferencias religiosas que cada cual tenga, debemos reconocer que quizá es la organización que a lo largo de muchos años, tradicionalmente y de manera consistente, ha hecho más por los migrantes y sus familias. En Tijuana tenemos ejemplos vivos de esta labor y el comunicado de los obispos de ambos países debe tomarse como ejemplo por muchas razones.
A reserva de entrar en el detalle del documento un poco más adelante, resulta digno de halago que lo que ni los gobiernos ni las sociedades de uno y otro país han logrado, el documento en cuestión lo haga en apenas 43 páginas. No podríamos olvidar que estos obispos representan a más de 150 millones de católicos (cerca de 90 millones en México y el resto en Estados Unidos). En realidad, estrictamente hablando, no hay nada nuevo en el texto, lo trascendente es que se trata de un documento avalado por una organización con presencia y relevancia mundial, con intereses en los dos países y estrechos vínculos en ambas sociedades. El mensaje es claro y contundente no sólo para sus fieles o para las sociedades de México y Estados Unidos, sino también, de manera directa, hacia los gobiernos involucrados. Veamos algunos ejemplos.
El documento establece de entrada que "las personas tienen derecho a encontrar oportunidades en su tierra natal" e inmediatamente sostiene que ese derecho es tan válido y vigente como el de "emigrar para mantenerse a sí mismas y a sus familias". De la misma forma establece que los Estados soberanos poseen el derecho de controlar sus fronteras, pero que al mismo tiempo debe respetarse la dignidad y los derechos humanos de los migrantes indocumentados y, más importante aún, que los países con un poderío económico mayor tienen obligación de adaptarse a los flujos migratorios. También reconoce que el proceso migratorio debe abordarse en el origen, durante el tránsito y a la llegada de los migrantes, y que el "acompañamiento pastoral" debe darse a lo largo de todo el proceso.
Por último, los obispos someten a consideración de ambos gobiernos varias recomendaciones relacionadas con sus políticas migratorias: desarrollar las economías de los países de salida, en particular de las regiones de origen de los migrantes; buscar que las compañías que transmiten las remesas, destinen algo de sus enormes ganancias a obras de beneficio social en las zonas de salida; brindar especial atención y recursos a las regiones fronterizas, incluyendo por supuesto la de México y Guatemala; regularizar a los indocumentados, crear un programa de trabajadores temporales (marcando diferencias importantes del llamado Programa Bracero). Asimismo , señala la necesidad de que ambos países modifiquen las estrategias de control migratorio que han tenido como efecto "socavar la dignidad humana y crear relaciones de violencia y confrontación entre migrante y autoridad", incrementar los riesgos en los que incurren los migrantes y poner en peligro sus vidas, tanto en la frontera entre México y Estados Unidos, como en la de México y Guatemala.
El documento y la posición tan clara de los obispos representan una excelente oportunidad para México, sobre todo ahora que se quiere incidir en el proceso migratorio "desde abajo". A la luz del mismo, la Iglesia católica se ofrece como gestor de primera clase que tiene un vínculo directo con los migrantes, sus comunidades de salida y con las de llegada. Los frutos de una alianza con los obispos, si se quiere con cierta dosis de oportunismo, pueden resultar valiosos para los intereses de México.
Aunque sé que muchos no estarán de acuerdo y otros se desgarrarán las vestiduras pidiendo que la Iglesia no se meta en estas cuestiones o que al asociarse con ellos se cedería soberanía, me sigue pareciendo que se cede mucha más soberanía cada vez que un migrante fallece en la frontera, en virtud de la ausencia de un marco regulador y ordenador de la migración.
La pregunta no es ser católico o no, sino la de establecer alianzas estratégicas convenientes para los intereses de México, con cualquier organización que garantice ese objetivo.
Por desgracia me temo que, aun en estos tiempos, el mensaje de los obispos pase inadvertido para ambos gobiernos y que perdamos otra oportunidad de hacer algo por los migrantes y sus familias.
* Presidente de El Colegio de la Frontera Norte