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HUGO GUTIÉRREZ VEGA
LAS ENSEÑANZAS DE PAPA-YORGOS
En el Pera Palace de Estambul se sirve el high tea a las cinco de la tarde. Una pequeña orquesta de cuerdas toca canciones antiguas y las enormes charolas con las tazas, la tetera, los pastelitos turcos y los sandwiches ingleses de pepino, berros y plátano, hacen un contrapunto al nostálgico vals que tocan los músicos con sus fracs un poco remendados, sus brillantes bigotes y los escasos cabellos engominados tratando de cubrir las presurosas calvicies. Esa mañana estuvimos en Fanar, sede del Patriarcado ortodoxo griego y hablamos con el imponente y muy tolerante patriarca Bartolomé. La burocracia del Patriarcado se afanaba y llevaba papeles de un escritorio a otro. Bartolomé nos habló de la autonomía de las Iglesias ortodoxas, la griega, la rusa, la búlgara, la rumana y la serbia. El patriarca es un guía espiritual, pero no tiene injerencia en los asuntos internos de las distintas Iglesias. Bartolomé ha sido un activo diplomático y ha recorrido muchos países para romper con el aislamiento de las ortodoxias y hacer escuchar su voz en el ámbito internacional. Se ha puesto al día (en Fanar se ven computadoras por todos lados), pero mantiene incólumes la liturgia y las costumbres seculares de la ortodoxia. Recordemos que los curas pueden casarse (salvo aquellos que aspiren a ocupar un puesto jerárquico importante, metropolita, archimandrita, arzobispo) y tienen la oportunidad de divorciarse una vez, cuando la relación conyugal no funcione (el que tenga un buen matrimonio que tire la primera piedra). Los fieles tienen derecho a dos divorcios y los frailes y monjas practican un celibato tan doloroso y lleno de tentaciones malsanas como el de los católicos. En la montaña sagrada de Athos, territorio independiente en sus asuntos internos y unido a la República griega en las cuestiones intencionales, se conservan todas las costumbres de la ortodoxia, incluyendo la hospitalidad que se ofrece a los viajeros en todos los monasterios. Unos frailes fueron contagiados de sida por los turistas entusiastas, y los abades se pusieron al día evitando las condenaciones e importando condones.
Tuve en la isla de Amorgós, ahí donde el meltemi azota con furia las puertas y las ventanas en los días de otoño y de invierno, un amigo sacerdote llamado Yorgos. Su esposa, pequeñita de cuerpo, gigantesca de alma y de generosidad, se llama (tal vez tendría que usar el tiempo pasado; estas memorias son casi arqueológicas), Dímitra y sus hijos, Yorgos y Andreas, viven cerca de la casa paterna con sus familias ya formadas. Ambos son pescadores y saben preparar y asar los calamares de una manera excelsa. El día que fui por primera vez a su sencilla casa, me dieron los prodigiosos calamares (sepias dirían los españoles) enteros, partidos en dos y asados a las brasas. Una ensalada joriatikí, un buen pedazo de feta, el pan campesino y un vasito de retsina completaron el banquete.
Yorgos es (o era; otra vez lucho contra el tiempo y la muerte) un buen teólogo y habla inglés y francés. Se formó en Salónica e hizo estudios complementarios en Atenas y en Estambul. Su erudición es mucha y no la hace notoria, pues se desliza suavemente por los meandros de la conversación. Tiene curiosidad por Latinoamérica y le gustaría hacerse cargo de una iglesia en México, Panamá, Brasil, Argentina o Chile. Vive contento en su isla natal y tiene un alma hospitalaria y comprensiva. Por las tardes nos sentábamos a ver el crepúsculo en la terraza de su casa cubierta por el tupido emparrado. Bebíamos café y escuchábamos la música predilecta del papás, canciones de Jatzidakis. Hablaba con nostalgia del Bósforo, del cuerno de oro, de Santa Sofía, la fortaleza de Rumeli y de la abierta boca de los Dardanelos. Una tarde nos pusimos a hablar de Nikos Kazantzakis y de los dos papás de su novela Cristo de nuevo crucificado. El uno guiaba a su pueblo hambriento en busca de refugio. El otro, ligado a la oligarquía, defendía los intereses de los ricos y hacía caso omiso de las angustias de los pobres. Kazantzakis, excomulgado por los ortodoxos y por los católicos (ambos pusieron el grito en el infierno ante La última tentanción de Cristo), era, para Yorgos y para mí, profundamente religioso. Todos los días es crucificado Cristo por los poderosos, los escribas, los fariseos, el imperio y sus Iglesias aliadas. Así lo vio el gran escritor cretense. Así lo seguimos viendo en este mundo lleno de aberrantes desigualdades.
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