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Hugo Gutiérrez Vega
ALBERTI EN ROMA
Rafael Alberti logró comprar, gracias al Premio Lenin, una hermosa casa en la calle Garibaldi, en pleno corazón del Trastevere romano y a dos cuadras de la estatua de ese gran poeta popular que fue Trilussa. Por esos tiempos se dedicaba casi por entero a la pintura y dibujaba incontables palomas de la paz que se oponían a la guerra de Vietnam, a la violencia (un poco atenuada gracias a la ancianidad del monstruo) del franquismo, a la invasión de la República Dominicana perpetrada por las fuerzas militares del imperio, a las dictaduras del Cono Sur y a otras guerras, abiertas o solapadas, en África y en varios países asiáticos. Alberti mantuvo sus convicciones comunistas hasta sus últimos días pasados en el Puerto de Santa María. Veo su foto, al lado de la Pasionaria, entrando al Senado en el momento en que era indispensable el apoyo a la transición democrática del todavía tambaleante reino de España. En la fotografía, tanto la Pasionaria como Rafael, se muestran sorprendidos y un poco desasosegados ante lo inusitado de la situación: dos senadores del reino tomando posesión de su cargo después de tantos y tan azarosos años de exilio y de lucha contra la dictadura que asolaba a España, manteniéndola a sangre, fuego, fusil y garrote como la “reserva espiritual de occidente”. La transición a la democracia y el destape iniciaban ya la occidentalización de un país mantenido fuera de la historia y que, aprovechando la temible vejez del espadón, había iniciado un tibio proceso de modernización, que no iba más allá de un bikini sueco en Marbella, o de la “tolerancia” otorgada a regañadientes a algún cauteloso discurso del demonizado demócrata cristiano Ruiz Jiménez.
Alberti, en sus días romanos, se mantenía perfectamente informado de los sucesos españoles. Alguna vez salimos a las calles de Roma para protestar por uno de los últimos crímenes del franquismo, la ejecución por garrote vil de Julian Grimau. En esa protesta se escuchó por primera vez la canción de despedida del activista catalán: “Cuando canta el gallo negro es que ya se acaba el día,/ si cantará el gallo rojo otro gallo cantaría,/ ay, si es que yo miento que el cantar que yo canto lo lleve el viento,/ ay, que desencanto si se llevará el viento lo que yo canto.” Entre los manifestantes iban Miguel Ángel Asturias, el gran poeta paraguayo Elvio Romero y los miembros de la pequeña comunidad iberoamericana de ese “garaje inmenso” que ya era la Roma de esos tiempos presididos por la famosa “cinquecento”. Llegaban las noticias de España a la casa de Vía Garibaldi y, a través de la técnica del rumor, recorrían las casas de la izquierda iberoamericana. Sólo L'Unitá y, a veces, Il Paese Sera daban a conocer lo que sucedía en la España separada de Europa por los Pirineos y por los defensores de la decentísima “reserva espiritual”.
Rafael regresó a España a los pocos meses de la muerte del espadón, lo hicieron senador, se publicó su obra completa, se representaron sus obras (se estrenó su Noche de guerra en el Museo del Prado), se le hicieron homenajes por todos los rumbos de España y, ya cerca del final, se fue a vivir al Puerto de Santa María y a cuidar la fundación que llevaba su nombre. Poco antes de su muerte (andaba ya por encima de los cien años), le hablé por teléfono y me confesó que ya se sentía viejo. “Me duermo en las conferencias”, me dijo con voz preocupada. “A mí me pasa lo mismo cuando el conferenciante es aburrido o estoy haciendo la digestión”, repliqué. “Me duermo en las que estoy dando”, me contestó y rubricó su frase con su contagiosa carcajada gaditada.
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