Martes 30 de junio de 2009, p. 5
Nunca he conocido en persona a José Emilio Pacheco, pero no olvidaré que supe de él, primero, en su faceta más extraña: como autor de historias de terror. Hace muchos años, una antología que llegó a mi casa quién sabe cómo (Miedo en castellano, de Emiliano González) traía lo primero que leí de él: un cuento suyo, aterrador, sobre los campos de exterminio nazis.
Tardé mucho en enterarme de que ese texto era un fragmento de su novela Morirás lejos, y ya para entonces había leído sus historias más fantásticas, más inquietantes (La fiesta brava, Tenga para que se entretenga) y era tarde: Pacheco, para mí, estaba al lado de Arthur Machen, de Francisco Tario, de Borges y todos los grandes soñadores.
Con el tiempo he descubierto al otro Pacheco, o mejor dicho a todos los otros: el poeta, el ensayista, el cronista, el narrador de la realidad y no de los sueños. Pero siempre sentiré más cercano al que conocí primero, por puro azar: al que leí sin que nadie me lo indicara y sin que fuera parte de las obligaciones escolares o signo de prestigio por su carácter de clásico (y de clásico vivo, además).
No siempre se toma en cuenta, pero los lectores tenemos todo el derecho de elegir a nuestros autores favoritos simplemente porque nos son entrañables: porque nos emocionan y nos asombran. Con José Emilio Pacheco me sucedió eso, antes de que supiera de su estatura y de sus logros: leer esas historias fue leer una voz poderosa pero cómplice, los cuentos de un amigo experto en el arte de contar (y además tremebundo) pero amigo al fin.