or mayoría –siete votos contra cuatro–, el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió señalar al gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz, y a otros funcionarios de su administración, como responsables de violaciones graves a las garantías individuales ocurridas durante el conflicto que se registró entre mayo de 2006 y enero de 2007 en la capital de esa entidad.
Es de saludar en primer lugar que la mayoría de los integrantes del máximo tribunal hayan rechazado la propuesta elaborada por el ministro Mariano Azuela, que señalaba que las vejaciones y los atropellos cometidos en el contexto de ese conflicto no eran imputables al mandatario oaxaqueño, sino a los mandos policiacos, y responsabilizaba a particulares
por no haber atendido los ofrecimientos de los gobiernos estatal y federal para dialogar, y haber realizado, en cambio, marchas, bloqueos y tomas de edificios.
La determinación de la SCJN sienta, así, un precedente positivo al reconocer que el Ejecutivo estatal falló en su deber de proteger, con estricto apego a la ley y a las garantías individuales, los derechos de la población, y que con ello permitió la comisión de asesinatos, secuestros y otros delitos graves en contra del sector opositor, aglutinado en la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Por desgracia, no parece haber ahora, como tampoco hace tres años, capacidad y voluntad por parte de las autoridades correspondientes para establecer, en contra de los responsables, las sanciones penales y administrativas que amerita el caso. De hecho, la propia decisión de la SCJN por atraer el caso del conflicto oaxaqueño significó en su momento una muestra del vacío institucional que persiste en el país ante los quebrantos al estado de derecho.
Por añadidura, al responsabilizar a las autoridades estatales y no hacer lo propio con las federales –en este caso, con los gobiernos encabezados por Vicente Fox y Felipe Calderón–, los integrantes del máximo órgano de justicia del país incurren en un despropósito, habida cuenta de que la crisis que se gestó en la capital oaxaqueña a finales del sexenio pasado y principios del actual fue producto de una cadena de incapacidades que involucró a ambos niveles de gobierno, y que van de la torpeza y la lentitud que exhibieron para resolver un conflicto que en sus orígenes fue de carácter sindical, a la desmesura y falta de respeto a la ley con que intervinieron en él, provocando una oleada de violaciones a los derechos humanos.
Resulta desalentador, por lo demás, que esta resolución de la SCJN, al carecer de efectos penales, pueda no tener más consecuencia que la de asestar un nuevo golpe a la de por sí maltrecha imagen pública del gobernador oaxaqueño. En un momento en que prevalecen las tentaciones de criminalizar y reprimir las expresiones de disidencia política y los movimientos sociales, sería deseable que la definición de los magistrados tuviera mayores alcances y constituyera un ejemplo para el conjunto de las autoridades del país.
La resolución de la SCJN constituye, en suma, un avance parcial y con claroscuros en lo que respecta a la vigencia del estado de derecho y el combate a la impunidad.