os fenómenos de violencia y descontrol que cunden en la franja norte del territorio nacional, en semanas y meses recientes, ponen en perspectiva la extrema debilidad –si no es que la ausencia– de la legalidad y el estado de derecho en esa región, en la que convergen el accionar de las organizaciones delictivas, las violaciones regulares a los derechos humanos y laborales, la corrupción, la impunidad y la compleja problemática de una relación bilateral caracterizada por las asimetrías económicas y sociales.
A la cuota diaria de asesinatos y levantones relacionados con el narco, que ocurren en el arco territorial que va del océano Pacífico al Golfo de México –de Baja California hasta Tamaulipas–, ha de añadirse el explosivo conflicto minero de Cananea, cuyos episodios más recientes son el desalojo del pasado domingo por la noche y el enfrentamiento ocurrido ayer entre trabajadores y elementos de la Policía Federal, que arrojó un saldo extraoficial de cinco heridos.
La facilidad con que grupos delictivos paralizan el tránsito en Monterrey y su área metropolitana, y toman el control de pozos petroleros en Tamaulipas, pone de manifiesto la incapacidad de las autoridades de los distintos niveles para restablecer el orden y la gobernabilidad en la zona septentrional del territorio nacional. Tal incapacidad es evidente también en la confusión y la impunidad que suelen prevalecer tras los atropellos de las fuerzas del orden en contra de civiles en el contexto de la guerra contra el narcotráfico
; en el hecho de que nadie haya sido sometido a proceso por el incendio de la guardería ABC, ocurrido hace un año en Hermosillo, Sonora, y en el incremento de incidentes binacionales que terminan en tragedia, como los asesinatos de Anastasio Hernández Rojas y de Sergio Adrián Hernández –en los cruces fronterizos de Tijuana y Ciudad Juárez, respectivamente– a manos de policías fronterizos estadunidenses.
Los múltiples fenómenos de violencia que integran la explosiva realidad del país tienen como denominador común un deterioro generalizado del tejido social e institucional, que se gesta, a su vez, en la desigualdad, el desempleo, la marginación, la corrupción, la miseria y el abandono del campo, y que se expresa en forma de delincuencia organizada, migración y descomposición política.
En la circunstancia presente, la indolencia del grupo gobernante ante los factores originarios de la violencia y la ingobernabilidad coloca al país ante la perspectiva de una desarticulación nacional que comienza a expresarse en las entidades del norte –hasta hace no mucho consideradas un escaparate de riqueza y de prosperidad–, pero que pudiera extenderse a otras franjas del territorio.
Sin una reorientación de las directrices vigentes en materia económica, sin una reactivación del mercado y la economía internos, sin un combate efectivo a la corrupción y una moralización de los distintos niveles de la administración pública, no debe extrañar que el Estado mexicano muestre, en amplias franjas del país, una incapacidad creciente para cumplir sus funciones básicas en materia de gobernabilidad, seguridad pública y procuración de justicia: a fin de cuentas, la actividad estatal no puede ni debe reducirse al despliegue de la fuerza pública –civil o militar– en las calles.
El supuesto compromiso del actual gobierno con la legalidad y el estado de derecho será creíble y digno de respaldo cuando sus acciones en el terreno de la seguridad pública vayan acompañadas de las medidas correspondientes en materia económica, social, educativa, política, laboral y de salud pública.