a Procuraduría General de Justicia de Michoacán confirmó ayer la desaparición de tres trabajadores de la empresa Parametría en el municipio de Apatzingán, con lo que suman nueve los encuestadores privados de su libertad en esa localidad en menos de una semana. Cabe recordar que en días previos la firma Consulta Mitofsky informó que había perdido contacto con seis de sus empleados desplazados en esa misma comunidad.
Sin soslayar que la principal responsabilidad de las autoridades es dar con el paradero de los encuestadores, el episodio no deja de ser indicativo de la debacle generalizada del estado de derecho que se vive en el país, del colapso de la seguridad pública, del auge de las organizaciones delictivas y de que las instituciones del Estado han perdido control territorial.
El caso de Michoacán –donde los grupos criminales ejercen un vasto poder fáctico sobre varias localidades, y donde la violencia se ha traducido incluso en ataques indiscriminados contra la población en general, como los ocurridos la noche del 15 de septiembre de 2008 en Morelia– permite ponderar, con particular crudeza, el fracaso de la estrategia antinarco lanzada en los primeros meses del actual gobierno: cabe recordar que fue precisamente en esa entidad donde se ensayaron los primeros operativos militares contra el crimen organizado, luego reproducidos a escala nacional. Sin embargo, el presunto secuestro de los encuestadores –además de la cuota diaria de asesinatos o levantones relacionados con el narco– pone en entredicho la prédica oficial optimista acerca del debilitamiento de las instancias delictivas a consecuencia de las acciones gubernamentales, y permite ponderar la ineficacia de éstas para restablecer la legalidad.
Por lo demás, es imposible desvincular dichas desapariciones del clima prelectoral en la entidad rumbo a los comicios estatales de noviembre próximo, empezando por el hecho de que, según la información disponible, los trabajadores de Consulta Mitofsky y Parametría se encontraban realizando sondeos sobre preferencias electorales al momento de ser privados de su libertad.
En ese sentido, el hecho constituye un mensaje inequívoco para la clase política que ha pretendido aparentar, en esa entidad y en todo el país, una normalidad institucional y democrática. Tal pretensión adquiere tonos de irrealidad, de insensibilidad social y hasta de irresponsabilidad en el momento presente, sobre todo cuando eventos como los comentados dan cuenta de la determinación cada vez más desembozada de la criminalidad de irrumpir en el panorama político.
En el caso concreto de Michoacán, sería ingenuo soslayar que el clima de violencia e impunidad, así como el control que diversos grupos delictivos ostentan en varios puntos del territorio estatal, pueden llegar a interferir e incluso imposibilitar el desarrollo de comicios mínimamente confiables, por no hablar de la posible infiltración de la delincuencia organizada en partidos, candidaturas y organismos electorales.
En suma, la agresión contra los encuestadores en el municipio michoacano no es únicamente un delito –de suyo condenable– contra nueve personas y sus respectivos entornos familiares y laborales, sino constituye un atentado contra la lógica de los procesos democráticos, que necesitan, para realizarse, de condiciones mínimas de normalidad en la vida pública, hoy ausentes en amplias franjas del territorio nacional. El desaliento y escepticismo de la sociedad sobre los asuntos de la vida política son multiplicados por el temor y la zozobra generados por la operación de la delincuencia organizada y la incapacidad gubernamental para combatirla.