n día después de la agresión policial en contra de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en la Autopista del Sol, a las afueras de Chilpancingo, Guerrero, los resultados de las autopsias practicadas a Jorge Alexis Herrera, de 21 años, y Gabriel Echeverría, de 20 –hasta ahora las víctimas mortales de los hechos–, asentaron que murieron de tiros en la cabeza y en el cuello, respectivamente. A ello ha de sumarse la proliferación de evidencias gráficas que muestran a presuntos policías vestidos de civil que, parapetados por efectivos uniformados, dispararon contra los manifestantes.
Resulta insostenible, pues, la versión del gobierno estatal de que las muertes se produjeron en el contexto de un enfrentamiento
entre policías y manifestantes, pero también parece incorrecto afirmar que se trató de un mero acto de desalojo.
En efecto, la violencia legítima corresponde, por definición, al Estado, y debe ser utilizada sólo en circunstancias excepcionales y extremas, cuando se hayan agotado todas las vías de negociación y de persuasión para restablecer el estado de derecho. En las democracias avanzadas, las prácticas represivas están meticulosamente reglamentadas y codificadas en procedimientos precisos, no sólo para prevenir atropellos e infracciones a la legalidad por parte de quienes deben defenderla, sino también para que, en caso de que éstos incurran en excesos, pueda determinarse con precisión su grado de responsabilidad.
Si se atiende a la información de los partes médicos y de los testimonios, debe inferirse que en la tragedia en la Autopista del Sol los efectivos de las corporaciones policiales no actuaron con base en protocolo alguno, que no emplearon los recursos no letales de los que toda fuerza pública dispone, que incumplieron la obligación fundamental de cualquier autoridad –preservar la vida y la integridad de los individuos, incluida la de los inconformes– y que simplemente tiraron a matar.
Semejante circunstancia da cuenta de irregularidades graves y responsabilidades de tipo penal que deben ser investigadas y sancionadas. Por desgracia, a la violencia criminal ejercida contra los manifestantes se suman los deplorables jaloneos y manejos irresponsables de la información realizados en las últimas horas por autoridades federales y estatales que complican las perspectivas de esclarecimiento. Ayer, el gobierno que encabeza Ángel Aguirre Rivero presentó un video en que se ve a agentes de la Policía Federal (PF) en el lugar de los hechos, incluso antes del arribo de las fuerzas estatales, a contrapelo de lo señalado la víspera por la Secretaría de Seguridad Pública federal.
Tales intercambios declarativos amenazan con provocar una nueva confrontación entre un gobierno estatal y el federal –algo que ha ocurrido con frecuencia en la actual administración– y esa perspectiva se sumaría a la lista de agravios que confluyeron en las muertes del pasado lunes: la insensibilidad para atender las demandas sociales, el descontrol policiaco en todos los niveles y el menosprecio de los integrantes de las fuerzas públicas hacia los derechos humanos.
Sin embargo, el video presentado no exime de responsabilidad al gobierno guerrerense, sobre todo cuando hay evidencia gráfica de presuntos agentes ministeriales accionando armas de fuego contra la población. En contraparte, incluso si se probara que la agresión vino de alguna de las fuerzas estatales, ello no deslindaría a la PF, corporación que, entre otras funciones, tiene la responsabilidad de vigilar el tramo carretero en que ocurrió la referida tragedia. Si sus efectivos no realizaron los disparos que privaron de la vida a los dos estudiantes e hirieron a muchos más, cabe atribuirles, al menos, responsabilidad por omisión, pues habrían debido evitar las agresiones letales contra los manifestantes.
Lo que sí han logrado las autoridades federales y estatales en estas pocas horas es inducir cotas adicionales de descrédito para las instituciones encargadas de esclarecer estos actos. Para restañar en alguna medida ese descrédito resultan del todo insuficientes las remociones, anunciadas ayer por el mandatario estatal, del procurador de justicia local, Alberto López Rosas; del titular de Seguridad Pública guerrerense, Ramón Almonte, y del subsecretario de la Policía Estatal, Ramón Arreola, quien estuvo a cargo del despliegue policial.
Tales destituciones deben ir acompañadas de un esclarecimiento pleno y verosímil de lo ocurrido, de un deslinde efectivo y transparente de responsabilidades, y de la desarticulación de mecanismos policiales tan bárbaros como los que se cebaron anteayer contra los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. En caso contrario, la salida de esos funcionarios será vista como una medida de simulación orientada a distraer a la opinión pública y a eludir la procuración e impartición de justicia.