i pienso por qué antes del amanecer hoy y no ayer o mañana me levanto segura al fin de que quiero debo escribir sobre las Memoirs from a Madhouse (Memorias de un manicomio), de Christine Lavant, en la reflexión decisión he de incluir el episodio extraído de la historia de la vida de manicomio que fue para mí votar en México bajo la lluvia. El desorden, la incomodidad, los charcos, el amontonamiento de gente cubierta con bolsas de plástico, el montón de mesas, cajas, bancas y postes de carpas inconsistentes, los crayones trozados, las repisas mojadas, un puñado de servilletas de papel primero y una camiseta blanca que una mano auxiliadora me tiende para secar la base del podio sobre el que voto y evitar que la boleta se empape, la tinta se diluya, el voto se anule, una mano, la voz, un brazo, parte de una persona que aunque disculpándose irrumpe entre las cortinas de tiras de plástico que con el techo de plástico forman el cubículo pobre ideado para dar privacidad al que vota mientras vota, y se introduce detrás de mí, viola mi derecho al secreto del voto y aunque disculpándose me arrebata la camiseta ya empolvada empapada para ofrecerla a otro votante o taparse la cabeza; o uno de los ciudadanos elegidos y entrenados como funcionarios de casilla que abandona su puesto para barrer la lluvia hacia una coladera tapada, el caos en una casilla en el patio del que fue mi querido hospital de las Madres de la Caridad, en el centro de un barrio rico de la ciudad, dotado obligado para la caridad, o los aplausos que oigo de pronto a mis espaldas mientras voto, dirigidos no sabré nunca a quién o a qué circunstancia, pues no vi que nadie especial meritorio de aplausos llegara a votar en esos momentos (¿o qué ser vivo no merece aplausos?) ni tampoco vi que dejara de llover o que saliera el sol, hasta que educada pretendí no irme sin decir adiós al único de mis vecinos que conocía, pero tuve que marcharme sin despedirme de él, porque no oyó hizo como que no oía que lo llamaba, ni atendió a otro que por iniciativa propia le repitió mi llamado por si a su lado él no me hubiera oído, hasta que desistí, maleducada alicaída salí partí, alicaída a pesar de que temprano estrené un par de aretes que transformé en amuletos, regalo que Elena P. me había hecho a mí en su cumpleaños, que yo celebraba colgándomelos en esa ocasión, mi amiga ajena a imaginar el poder orientador iluminador del que yo investiría los pendientes auxiliares inaugurales en el episodio de manicomio que a pesar de ellos viví, días después de haber leído, fascinada, trastornada, conmovida, las Memoirs from a Madhouse, de Christine Lavant, que tomó el nombre de su población natal como seudónimo al lanzarse a escribir, pensó Voy a ser escritora y no tejedora granjera contadora como ustedes quieren, ocupaciones útiles, propias de los pobres como yo, disipadoras de destinos como el del escritor, pensó, pienso que si yo cayera en la tentación de una vez por todas adoptaría apellidarme Chimalistac por amor a mi barrio natal y para escribir sobre el manicomio que es al menos, pero no únicamente, la casilla electoral sexenal de mi barrio sin que los vecinos me lapiden cuando me vean pasar, Ahí va la loca de Chimalistac, como señalaban a Christine en Lavant cuando querían lapidarla por denunciar la infamia del manicomio de Lavant donde joven se recluyó después de un intento de suicidio por un amor inalcanzable.
Unos años atrás Marco Perilli me preguntó si conocía a Christine Lavant. Quise saber por qué me la recomendaba. Te va a gustar o interesar o ambas cosas (a Thomas Bernhard, que me gustó interesó, le gustó interesó Christine Lavant). Antes de encontrar las Memoirs ..., leí un cuento de Lavant, La niña
, lo primero que se traduce de esta autora austriaca al español, y que Perilli hizo traducir (por Lorel Manzano) para un nuevo experimento editorial, el sello Auieo (ligar palabras, dice Dante). En vez de prólogo o epílogo o lo que fuera, invitó a escritores a escribir un paréntesis dentro del texto, a mí el de La niña
. Me fusioné con la autora y la protagonista, pero sobre todo con la verdad, porque a Christine Lavant y a mí nos impacientan los velos máscaras. Pero sonrío al confirmar que el temblor del arte no está solamente en llamar piedra a la piedra, sino en hacer temblar a la piedra cuando en palabras la llamas por su nombre.