e acuerdo con datos recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, la economía nacional se mantiene estancada. Durante el mes de mayo, el índice global de actividad económica experimentó una caída de 0.77 por ciento respecto del mes anterior, y un crecimiento raquítico (de 1.7 por ciento) en comparación con el mismo mes del año pasado, muy por debajo de los pronósticos de crecimiento anual de las autoridades económicas y monetarias del país, el cual es de suyo conservador. Otros indicadores recientemente difundidos por ese instituto revelan una desaceleración en el consumo interno y contracciones en las actividades industriales y de servicios.
Por lo que hace a la cifra oficial del desempleo, que a finales de junio se ubicó en 4.9 por ciento, de acuerdo con el propio Inegi, debe señalarse que dicho indicador acusa un sesgo estadístico en la medida en que no incorpora fenómenos como la informalidad, cuyo peso e importancia fue recientemente reconocida por el gobierno federal. De otra forma, es difícil explicar cómo el nivel de desocupación en México puede ser menor al de Estados Unidos —como se infiere de las estadísticas del propio Inegi— sin que miles de estadunidenses crucen todos los días la frontera hacia nuestro país con la esperanza de encontrar algún trabajo remunerado.
Más allá de los fenómenos coyunturales externos e internos que pudieran estar influyendo en los datos referidos —la volatilidad de los mercados internacionales y la inoperancia en el ejercicio presupuestal con que ha arrancado la presente administración, por ejemplo—, éstos resultan incompatibles con las afirmaciones y los pronósticos optimistas de las autoridades del país, las cuales han venido insistiendo en la buena salud de la economía nacional y en el desempeño prometedor que podría alcanzar en caso de aprobarse el conjunto de reformas estructurales impulsadas por el gobierno en turno. Un precedente ineludible, sin embargo, es la ausencia de una mejora sustantiva en materia de empleo a partir de la aprobación, en noviembre pasado, de una reforma legal que recortó y acotó los derechos laborales con la promesa de que a cambio se produciría un incremento de las inversiones, los puestos de trabajo y la productividad, lo que a la postre derivaría en un crecimiento del conjunto de la economía.
A la luz de lo anterior, es poco probable que la corrección del estancamiento actual en la economía pueda lograrse con la aprobación de las reformas en materia fiscal, financiera o energética que impulsan el gobierno y sus partidos aliados en el Pacto por México. Por lo contrario, un incremento en la carga impositiva castigaría el poder adquisitivo –de por sí mermado— de las familias; el aumento descontrolado de los préstamos bancarios encierra el riesgo de promover un endeudamiento poco sostenible de la población de menores recursos, e incluso de la clase media y los pequeños empresarios; el traslado de la industria petrolera a manos privadas derivaría en la pérdida de la principal fuente de ingresos del sector público, todo lo cual se traduciría, a la postre, en un crecimiento de la marginación, el desempleo, la insalubridad y el déficit educativo.
La razón evidente de la incapacidad del país para crecer a ritmos aceptables y sostenidos es la persistencia de un modelo que ha hecho a la economía nacional cada vez más periférica, dependiente y vulnerable a los vaivenes económicos del exterior. La reactivación económica del país requiere, en suma, de un cambio de fondo en el paradigma que ha regido las políticas gubernamentales en los últimos seis sexenios –incluido el actual–, que incluya la adopción de mecanismos de redistribución de la riqueza, de instrumentos nuevos para combatir la desigualdad y de políticas orientadas a restituir a la mayoría de la población aquello de lo que ha sido despojada: educación, salud, poder adquisitivo, servicios, trabajo y derechos.