s consabido el interés y el placer de observar que las personas habituadas a visitar museos, incluyendo gente muy joven, experimentan ante la producción de Rufino Tamayo, uno de los artistas más pictorizados
del siglo XX con todo y sus imprescindibles producciones gráficas y sus incursiones escultóricas.
Existe un público que siente predilección por sus obras relativamente tempranas. Digo relativamente
, porque conocemos sólo las que nos han llegado.
Creo que Tamayo debe haber desestimado, destruido o perdido buen contingente de su producción anterior a 1920-1921, si tomamos en cuenta no sólo sus estudios en la ENBA (Escuela Nacional de Bellas Artes, antes Academia de San Carlos), donde asistió primero como estudiante en 1917 y más tarde como maestro, afecto según sus propias palabras a Diego Rivera, quien dirigió la escuela en 1929 con Tamayo como profesor y partidario.
Las obras que nos han llegado de fecha más temprana son de 1920-1921 y me temo que si no supiéramos que son de Tamayo las tomaríamos como de otro artista posimpresionista y una de ellas como si su autor fuera un fauve atemperado. Dichas obras no se incluyen en esta muestra cuyo impresionante y muy efectivo despliegue museográfico por sí mismo llama la atención, sin obviar la importancia del contenido que es de incuestionable relevancia.
El título de la exposición Construyendo: (Constructing) Tamayo es lo que no acaba de convencerme. Primero, porque no debe iniciarse un título o una frase con un gerundio.
Además, podría suponerse que el significado equivaldría a considerar que la construcción
de Tamayo concierne a la selección y a la organización curatorial propuesta por la curadora invitada: que es nada menos que la distinguida investigadora y maestra Karen Cordero Reiman, en mancuerna con el mayor experto en Tamayo en el contexto no sólo del propio museo, sino de otros ámbitos: Juan Carlos Pereda, además de la directora Carmen Cuenca, ¿ellos serían entonces quienes construyen a Tamayo? Por supuesto que sobrentendemos que no es así, mi desacuerdo respecto al título me hace cuestionar a las más altas autoridades por admitir tal denominación, en un momento en el que nuestro idioma está sujeto a un sinnúmero de indeseables incursiones.
La actual construcción
es un ideario muy acertado, pero sólo eso, toda vez que la muestra se inicia con el apartado denominado cimientos
, el cual tiene como eje principal la adaptación, que sólo muy excepcionalmente es tal, por parte de Tamayo del método Best Maugard.
La exposición abre con una preciosa acuarela tipo mosaico (pareciera un mosaico portugués), de reciente adquisición, pintado por Tamayo de acuerdo con las convenciones básicas del método Best Maugard que para 1924 dejó de aplicarse cuando el autor fue removido de la jefatura de enseñanza artística, debido a la renuncia de José Vasconcelos.
Hay piezas de Tamayo, una deliciosa titulada El baile, deudoras del método Best, además de otras que corresponden a El Corzo, a Agustín Lazo y a Fernando Best Pontones, primo hermano del autor del método y pintor que ameritaría una revisión.
Nada de lo que digo compromete la exposición, que es además de bella muy ilustrativa, pues aparte de las obras de Tamayo, como el búcaro con alcatraces de la colección Blaisten, integra piezas de pintores que permiten comparar iconografías y sistemas formales.
Hay una obra de David Alfaro Siqueiros y otra de José Clemente Orozco, ninguna de las dos de mensaje
, junto con piezas soberbias de María Izquierdo, Agustín Lazo, Emilio Amero (un formidable desnudo), el ya mencionado Antonio Ruiz (con La billetera, obra de primera magnitud) Abraham Ángel, Manuel Rodríguez Lozano y exponentes formidables de las Escuelas al Aire Libre que es donde mejor pueden establecerse paralelismos icónicos con algunas representaciones de Tamayo, por ejemplo entre sus dos mujeres con rebozo de 1930 que podrían ser gemelas y las dos muchachas de Fernando Reyes, cuyo carácter naive las vuelve fascinantes y en intenso contraste con la modernista estilización de Tamayo, sobre todo en la confección de la nariz, prismas terminados en estructura tubular acentuando los orificios nasales.
Este recurso estilístico, es un tic
tamayesco que también ofreció Léger y que persistiría en el futuro.
En cambio, el rostro de la obra El atleta, parece responder a la fisonomía del muchacho con camiseta deportiva que ostenta el número 210, ante una alambrada que lo separa del terreno escarpado a su vez limitado con otra valla.
Puede uno imaginar que Rufino Tamayo vio a un joven en similar entorno y su propia visión condicionó el cuadro, cosa que también parece ocurrir con la muchacha indígena que blande una raqueta blanca, cuyos perfiles repercuten en el brillo de dos pequeñas pelotas.
Esta figura ofrece dilema: ¿La joven muestra su torso descubierto o viste sólo una falda de cuadros?