Milagros de diciembre
o he vuelto al barrio donde crecí. Me lo prohíbo porque sé que no voy a encontrar a ningún miembro de mi familia y también porque no quiero ver las transformaciones que ha sufrido. Algunas son motivo de orgullo para mis antiguos vecinos.
Cuando de casualidad me los encuentro o me llaman por teléfono, me cuentan que donde estaba el dispensario ahora se levanta una macroplaza, la carpintería de don José es un terreno abandonado, la casa de las señoritas Paz se dividió en cuatro departamentos y la tienda de El Viudo es un taller mecánico.
Por si fueran pocos esos cambios, en el barrio hay un instituto de computación, tres gimnasios, estacionamientos públicos, tiendas de conveniencia, pizzerías, boutiques para mascotas y un salón de fiestas con capacidad para doscientos invitados. Altos edificios sustituyen a las vecindades o las casitas rústicas sombreadas por los fresnos centenarios de la única avenida. Que sigue igual, me dicen.
Reconozco que ese nuevo paisaje urbano indica progreso, mejor convivencia, rutinas más cómodas, porque cerca hay de todo. Sin embargo, quienes me ponen al tanto de los avances jamás mencionan los milagros: así llamábamos a los hechos inesperados que, en el último momento, nos rescataban de situaciones extremas.
Aunque no lo manifestara, la comunidad –incluso los niños– sabía que las tablitas de salvación eran consecuencia de la solidaridad y el esfuerzo colectivo; a pesar de eso, preferíamos verlas como expresiones generosas de nuestros santos protectores y recompensa de ciertos sacrificios: entrar a la iglesia de rodillas durante un mes, cortarse el pelo, sustituir la ropa común por un hábito, resistirse a las más sencillas diversiones –la máxima: ir al cine– y abstenerse de ciertos sabores y contactos.
II
Si todo el año dependíamos del milagro para solucionar nuestros problemas, en diciembre la sujeción era mayor. Sólo un prodigio aseguraba que, dadas las condiciones económicas, pudiéramos celebrar las Posadas y tener cena de Navidad con pollo rostizado, buñuelos, ponche, cerveza y ron.
Para los niños, los primeros días de diciembre eran de total incertidumbre y ansiedad. Con objeto de aminorarla, nunca faltaba quien nos recordara el desastre en que habían terminado las fiestas el año anterior. Si no queríamos presenciar otra vez el terrible pleitazo entre Rafa y su hermano Carmelo, avergonzarnos por las reclamaciones que Cira le había hecho a su marido –un garañón ojiverde– o el exhibicionismo de Rey Conde, lo mejor era prescindir de las posadas y la cena, y meternos a la cama temprano.
Todos fingíamos estar de acuerdo con ese razonamiento, pero en secreto anhelábamos celebrar el fin de año como lo hacían en los barrios vecinos. Allí las familias gozaban de un mejor nivel económico, pero los milagros sólo ocurrían de vez en cuando; en cambio, entre nosotros eran cosa del diario.
III
Aquella Navidad, la que mejor recuerdo, el milagro fue obra de los niños. Una mañana, en secreto, salimos a la avenida para hacer una colecta. Ese recurso, practicado con frecuencia en las vecindades, había servido para cubrir cuentas de hospital, pagar multas o hacer composturas indispensables. Entonces, ¿por qué no podíamos organizar una recaudación para comprar faroles de papel, serpentinas, globos, confeti y una piñata?
Después de recorrer la avenida durante la mañana logramos reunir cinco pesos. Seguros de que bastarían para nuestras posadas, fuimos a entregárselos a doña Taide, organizadora de nuestras fiestas. Nos preguntó de dónde habíamos sacado las monedas. Cuando se lo dijimos nos llamó irresponsables, prometió acusarnos con nuestros padres y donar el dinero al asilo. Vencidos, nos limitamos a verla mientras se quitaba el delantal para ir al mercado sin importarle que nos quedáramos sumidos en el desconsuelo y el temor al castigo.
Entre el momento en que doña Taide salió al mercado hasta el de su regreso, debió ocurrir algo –¿un milagro?– que cambió su actitud. En efecto, se presentó en todas las casas, no para acusarnos, sino para solicitar nuestra ayuda: faltaba muy poco para la primera posada y urgía barrer los patios, adornarlos con globos, farolitos de papel y tender, de una pared a otra, festones de colores.
El entusiasmo que mostramos sirvió para que los adultos se sumaran a nuestra frenética actividad. Estuvo acompañada de risas, de recuerdos que nos remitieron a otros diciembres, a cuando vivían los abuelos o algunos vecinos célebres por su buen humor, su habilidad para bailar, su destreza como artesanos y también por sus infortunios: El Meque, tan buen ebanista.
El Ra, aquel muchacho que murió en la cárcel.
La Güera, luchona como pocas.
El Tito, que cantaba mejor que Pedro Infante.
III
Al anochecer, a la luz de los focos recubiertos con faroles de colores, los peregrinos empezaron –como siempre–, al compás de la letanía, su largo recorrido en busca de posada. Mucho más tarde, apareció colgando de una cuerda tensa una piñata a medias llena de frutas, suertes y juguetes rústicos. Ganar ese botín era motivo de pleitos y mínimas heridas.
Después de medianoche comenzó el baile animado por tres muchachas con cinturas de avispa y mala reputación. A esas horas, ¿quién era capaz de hacer juicios o de tirar la primera piedra? Lo importante era seguir bailando al ritmo de danzones, guarachas, mambos y boleros. Al fin el aire helado enfrió el entusiasmo. Poco a poco los patios fueron quedándose vacíos, y sobre ellos los festones de colores formando telarañas brillantes.
IV
No volveré a mi barrio (ya dije los motivos) y, sin embargo, confío en que allí, en ese punto antiguo y oscuro de la ciudad, sigan ocurriendo los prodigios. Espero que bajo el áspero viento del otoño, por obra del milagro, este diciembre renazca la esperanza.