ería imposible resumir en este espacio todos los asuntos abordados por el presidente Andrés Manuel López Obrador en el discurso de toma de posesión que pronunció ayer, frente a una clase política reconfigurada y decenas de representantes internacionales, en el Palacio Legislativo de San Lázaro y en su alocución, horas más tarde, en el Zócalo capitalino, ante el pueblo llano.
Si algo sintético puede destacarse de ambos mensajes presidenciales es la determinación de cambiar drásticamente la orientación de un poder político que por más de tres décadas ha estado dedicada a beneficiar a los intereses corporativos privados –y de paso, por medio de la corrupción y el dispendio, a los funcionarios públicos– para ponerlo al servicio de la población y particularmente de sus sectores más vulnerables, desatendidos y agraviados por los gobiernos del ciclo neoliberal: campesinos, asalariados, pueblos indígenas, mujeres, jóvenes, adultos de la tercera edad y personas con discapacidad, pero también profesionistas, pequeños empresarios, comerciantes e informales que han pagado los saldos catastróficos del modelo neoliberal.
En el recinto legislativo el nuevo mandatario formuló una crítica del viejo régimen oligárquico tan implacable como irrebatible para, a continuación, exponer los lineamientos de su nuevo gobierno, los cuales han sido ya dados a conocer. Si algo tuvieron la crítica y la propuesta de novedoso es que fueron pronunciadas no por el luchador social, el dirigente opositor o el candidato en campaña, sino por el titular del Ejecutivo federal, lo que las convierte en un parteaguas de la vida económica, política y social del país.
Horas más tarde, en la Plaza de la Constitución, López Obrador participó en un ceremonial distinto al de la toma de protesta y la recepción de la banda presidencial: una representación de los pueblos indígenas lo ungió como líder en un ritual en el que participaron los cientos de miles de asistentes al encuentro. Debe hacerse notar que ayer, por primera vez en la historia del México independiente, un jefe de Estado se somete al mandato de los pueblos originarios en un acto público tan relevante como el que tuvo lugar ayer en la plaza principal del país. Así, si por la mañana el nuevo presidente prometió cumplir y hacer cumplir la Constitución, por la tarde se comprometió a mandar obedeciendo; si la institucionalidad política obtiene de los símbolos buena parte de su fuerza, esta integración inédita de formulismos debiera marcar el inicio histórico de una nueva praxis gubernamental en materia de derechos de los pueblos indígenas.
Posteriormente el mandatario formuló una larga lista de objetivos y metas gubernamentales, en lo que constituye una apuesta audaz y arriesgada no para atemperar las expectativas de la sociedad en torno a su gobierno sino, por el contrario, para elevarlas. A lo que puede comprenderse, López Obrador está dispuesto a adoptar la presión social como viento impulsor de su gobierno, y cabe esperar que el desafío funcione.
Para terminar, al poniente de esos dos epicentros de la toma de posesión, San Lázaro y el Zócalo, los actos inaugurales del nuevo gobierno tuvieron un tercer escenario: la antigua residencia oficial de Los Pinos, que ayer mismo fue abierta a la población y que recibió en su primer día a decenas de miles de visitantes.
Aunque el nuevo Presidente no acudió, esa apertura tuvo también el carácter de un deslinde inequívoco ante la frivolidad, el derroche y el lujo en el que se acostumbraron a vivir sus antecesores, y cuya exhibición dio lugar, ayer mismo, a una avalancha de memes en las redes sociales que dieron cuenta del divorcio entre los gobernantes y el resto de la sociedad, ilustrativo de la insensibilidad, la sordera y la arrogancia del grupo en el poder que fue derrotado el pasado primero de julio. Ojalá que esa exposición sirva para impedir que ese divorcio se presente de nuevo en el país y que la ciudadanía no vuelva a aceptar nunca a gobernantes ricos en un pueblo pobre.