aso a paso, en una sucesión de sanciones económicas que originan puntuales represalias, el conflicto que enfrenta a los Estados Unidos de Trump con la China de Xi Jinping va cobrando el perfil de lo que podría ser un peligroso camino sin regreso. De momento, el enfrentamiento tiene lugar en el complicado terreno de la economía y las finanzas; pero ya se sabe que economía y política se influencian recíprocamente, al punto de que a veces es difícil establecer la línea fronteriza que separa las dos esferas. Y si los mandobles económicos que a instancias de Washington se vienen asestando los dos gigantes llegan a traducirse en coscorrones políticos, lo que está en juego es nada menos que la paz mundial (si puede llamarse paz a la multitud de contiendas locales esparcidas por el planeta).
La más reciente amenaza de Trump, utilizar discrecionalmente la llamada Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional (un engendro jurídico promulgado en 1977 para imponer sanciones a naciones que según los estadunidenses afectan sus intereses) hace que el enfrentamiento entre las dos potencias gane en presión, pero ahora con el riesgo de involucrar activamente a las empresas de Estados Unidos que continúan haciendo negocio con los chinos, a despecho de la guerra emprendida por la Casa Blanca.
En esencia, la ley faculta a los presidentes a tomar medidas para regular el comercio internacional a su conveniencia, en periodos caracterizados como de emergencia nacional. Estos no son tan inusuales como pudiera creerse: desde que la figura fue creada, nuestros vecinos del norte han atravesado por 54 emergencias nacionales, la más antigua de las cuales se remonta a los años de la guerra civil, a mediados del siglo XIX. Pero aunque el instrumento legal deja bastantes temas sujetos a libre interpretación, no queda claro cómo haría Trump para obligar a las empresas a cortar sus lazos con el enemigo chino
, más aún si se toma en cuenta que el conflicto con el coloso asiático aún no ha dado lugar a ninguna emergencia.
En paralelo, una instancia internacional que por su grandilocuencia y sus objetivos podría poner un poco de cordura en la cuestión, muestra una vez más su carácter de superestructura incapaz de resolver problemas prácticos. Se trata del Grupo de los Siete (G-7, que era G-8 antes de 2014, año en que Rusia fue excluida por haber anexado a su territorio la península de Crimea), conformado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido, naciones cuyos gobiernos no sólo enfrentan problemas internos, en algunos casos serios, sino que no atinan a fijar una política común en torno a ningún tema relevante. Si ni siquiera se ponen de acuerdo en la postura a fijar frente al régimen brasileño encabezado por Jair Bolsonaro, cuya incompetencia, irresponsabilidad y falta de sensibilidad tienen mucho que ver con los devastadores incendios desatados en el Amazonas, difícilmente serán capaces de encontrar una herramienta para desactivar el conflicto.
Esa falta de capacidad resulta comprensible en un organismo que pretende tener representatividad mundial, pero del que no forman parte ni Rusia ni China, miembros permanentes e indispensables, por ejemplo, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Es, pues, irreal depositar alguna esperanza en que el G-7, que a estas horas celebra una reunión en la elegante localidad de Biarritz, Francia, sirva para evitar que la pugna EU-China pase a mayores. Casi tan irreal como esperar un acto de sentido común por parte de Donald Trump.