por la represión del Estado. Ahora no hay desaparecidos evidenciados, pero sí gran cantidad de víctimas. Foto Wikimedia Commons
En entrevista, Nona Fernández habló de su libro, recién publicado en México con el FCE, y de su obsesión literaria
, la dictadura
Si un colectivo se enfurece ante la idea de su propia desaparición, indica que tiene un buen nivel de vitalidad. Hace aquello que mejor saben hacer los colectivos sanos: exaltarse; al exaltarse demuestra aquello que debe demostrar; es decir, que bajo el estrés da lo mejor de sí, escribe Peter Sloterdijk en su obra Estrés y libertad, publicada por Ediciones Godot, sello argentino con cuya autorización La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de este libro del filósofo y catedrático alemán.
Decir que la filosofía y la ciencia surgen del asombro es un lugar común. Platón, en boca de Sócrates, manifiesta que la admiración o el asombro es el único origen de la filosofía . Aristóteles le responde con un conocido fragmento: ‘‘Los hombres –ahora y desde el principio– comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo”. Debo confesar que estas frases grandilocuentes siempre me han parecido un poco sospechosas. Aunque ya hace casi cincuenta años que trato con literatura filosófica y científica, y he conocido, en todo este tiempo –ya sea como lector o en persona– a un gran número de autores de diversos campos científicos, nunca me he topado (salvo alguna excepción) con una persona de quien se pudiera decir en rigor que el origen de su labor intelectual fuera el asombro. Al contrario, más bien daría la impresión de que la ciencia organizada y la filosofía convertida en institución han emprendido una campaña contra el asombro. El personal sabio, los actores de la campaña, se esconden desde hace mucho tiempo tras la máscara de la impasibilidad, que en alguna ocasión también se denominó ‘‘resistencia a la perplejidad”. A grandes rasgos, la cultura científica contemporánea se ha apropiado, sin excepción, de la postura estoica del nihil admirari, pero a pesar de que la antigua doctrina inculcaba a sus adeptos que no debían asombrarse de nada, esta máxima no llegó a su punto álgido sino hasta en la época moderna. En el siglo XVII, Descartes caracterizó el étonnement como un afecto negativo del alma, como un desconcierto de lo más desagradable e inoportuno, que debía superarse mediante un gran esfuerzo espiritual. El desarrollo de nuestra cultura de la racionalidad secunda en este punto a uno de sus fundadores. Si en la actualidad se llega a detectar el menor rastro del supuesto thaumazein, de la interrupción ante la sorpresa que provoca un tema desatendido, debemos asegurarnos de que se atribuya a una voz marginal o a la palabra de un lego: los expertos se encogen de hombros y siguen con el orden del día.