Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de octubre de 2006 Num: 606


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
¡Hoy marchamos, mañana…!
ROBERTO GARZA ITURBIDE
Ante Tàpies
JACQUES DUPIN
Para Antoni Tàpies
ANTONIO SAURA
París d’Antoni Tàpies
PERE GIMFERRER
Cuatro fragmentos para Antoni Tàpies
JOSÉ ÁNGEL VALENTE
Con la misma inquietud de cuando era joven
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
Entrevista con ANTONI TÀPIES
El cine y el Guinness
RICARDO BADA
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Danza
MANUEL STEPHENS

Tetraedro
JORGE MOCH


Directorio
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ANA GARCÍA BERGUA

EL MITO DE LO GRANDOTE

Hace unas semanas salió un desplegado en protesta porque el señor presidente bloqueó la iniciativa para promulgar una ley que establecería el precio único al libro, la cual había sido aprobada en la lix Legislatura, por unanimidad en el Senado y amplia mayoría en la Cámara de Diputados. Lo suscribían asociaciones y ciudadanos representantes de toda la cadena de producción del libro, editores, libreros, autores, etcétera. Lo que preocupa a quienes lo publicaron es que, al paso que van las cosas, las pequeñas editoriales y las pequeñas librerías van a desaparecer, favoreciendo a las pocas grandotas que puedan darse el lujo de abaratar los precios de los libros, reduciéndose así la posibilidad de acceso a éstos de muchas personas. También es de considerar el hecho de que al condensarse la venta de libros en unos pocos lugares, la oferta y la variedad de libros se restringe también a los best sellers; del catálogo de novedades que se producen cada mes, muy pocas sobreviven en la librería. Es un fenómeno un poco parecido al que se da con los cines: dos o tres grandes cadenas proyectan las mismas cinco novedades, las cuales viven dos semanas y si acaso algunas prolongan su existencia en los videoclubes.

Estaría padre que hubiera más cines, aunque fueran pequeños, y que proyectaran películas diferentes. Y que hubiera librerías por toda la ciudad, pequeñas, y que en ellas se consiguiera lo que lee, digamos, el barrio, o los lectores que encargan los libros que les gustan a esa librería: librerías de poesía, de cuento, de ensayo, de libros científicos, además de las librerías esotéricas y de autoayuda que, ellas sí, logran progresar. También es padre que haya muchas editoriales pequeñas que editan géneros cada vez más desdeñados por las grandotas, las cuales se alimentan de lo que venden: los libros de texto (al igual que en España, es lo único que se justifica que se pueda ofertar más barato), los libros del momento y de autoayuda. Y otra cosa que da qué pensar, es que quizá el precio de los libros de las editoriales grandotas trae incluido el sostenimiento de la estructura de una editorial grandota. Lo grandote es caro también.

A fin de cuentas, lo que defendía la ley del precio único del libro era que las pequeñas librerías pudieran competir en términos de igualdad con las grandotas. En vez de peregrinar para buscar libros supuestamente baratos al gran tótem, la gente encargaría los libros que quiere al librero de su barrio, a sabiendas de que cuesta igual. Dentro de esta posibilidad de una oferta más variada, entrarían también las editoriales pequeñas y los muchos autores que no son Isabel Allende. El hecho de tener en el barrio una librería puede despertar apetitos en gente que de común no se traslada a buscar un libro al sur de la ciudad, o a la capital de su estado, ni aunque sea barato.

Poco después de publicarse el desplegado, salió en televisión el director de la Comisión Federal de Competencia la cual había aconsejado al señor presidente que bloqueara la iniciativa. El hombre sostenía que con sus argumentos lo único que hacía era defender al consumidor. El problema que dicho señor no ve, pienso yo, es que un lector no es un consumidor, como lo somos todos, por ejemplo, de leche o de refresco. Un lector sabe que un libro no es sólo su precio: es el texto más el autor, más la edición, más la traducción cuando la hay, más muchas cosas de las que resultan intangibles para muchos funcionarios. Y no es sólo el precio: muchas personas de clase media, y ni siquiera, hacemos cuando podemos un apartadito para comprar algo que no entra en el capítulo de las necesidades, sino de los gustos: una ropa, un regalo, una loción, un juguete, una botella. ¿Por qué en muchas, muchas familias, los libros no entran pero ni de suspiro en ese capítulo, ya no digamos entonces en el del alimento espiritual? Y aquí nos topamos con la gran piedra: el problema no sólo está en la difusión de la cultura —a la que contribuiría el hecho de que en los barrios hubiesen librerías y bibliotecas—, sino en la educación. A saber dónde quedó el país de lectores, dados los resultados no sólo tristes, sino indignantes, de la gestión en educación de este sexenio. Hablar de que se bloquea una iniciativa a favor de la diversidad y la difusión en aras de defender al consumidor como se defiende a los jitomates de Wal Mart (por cierto, carísimos) es, entonces, para decirlo en dos palabras lindas, hacernos büeyes. Por eso suscribí el manifiesto.